Paz en Colombia: La soga que sostiene al ahorcado
Si te niegan el conflicto prepárate para la guerra
En el fondo, no existe mayor diferencia entre la negación de la existencia del conflicto y la afirmación de la existencia del postconflicto, la primera es una falacia, la segunda un artificio. La falacia actuó como condición para la sangrienta guerra contra el “terrorismo”, y el artificio operó como condición para el poco dispendioso desarme de los “terroristas”. La negación del conflicto armado en medio de la guerra como lo hace el uribismo, o la afirmación de la superación de la guerra, en medio de la permanencia intacta de sus causas como lo hace el santismo; en otras palabras, la paz de los sepulcros o la paz por decreto, es un pleonasmo.
El postconflicto es la misma negación del conflicto en tiempos de paz, y funciona como promesa; es el reconocimiento engañoso del conflicto para desarmar al adversario.
No se trata entonces de negaciones o afirmaciones semánticas, restringidas al terreno ideológico, sino de un grito déspota, que brota y encarna en la exacerbación de la guerra. La negación discursiva del conflicto, sea como falacia o como artificio, conduce a la negación del contendiente y es este el telón que encubre la guerra sucia y los crímenes del Estado autoritario.
De allí que en una primera oportunidad, el régimen colombiano sirviéndose del azote uribista, haya “suprimido” el conflicto durante ocho años por obra y gracia de la fuerza “pública”, la motosierra, la censura y los decretos. Y que esa negación del conflicto (2002 - 2010) haya arrojado la descomunal cifra de 5.130.816 víctimas, es decir cinco veces más víctimas que todas las que produjo el conflicto antes de entrar en vigencia el Plan Colombia, el más poderoso programa de guerra contrainsurgente en la historia del continente, valorado en nueve mil millones de dólares.
A continuación en un acto de prestidigitación santanderista; el conflicto armado “resucitaría” con el aval de Santos. Este segundo episodio debía ser representado como condición para lo que terminó siendo el armisticio con las FARC - EP, e implicaba el reconocimiento formal por parte del Estado colombiano del conflicto social, político y armado, y con este la visibilización de las víctimas de una guerra silenciada, la posibilidad de la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición, así como la implementación de programas, reformas sociales y políticas, para el pueblo, y planes de reincorporación para las Farc.
Sin embargo aun antes de la firma del acuerdo final en el 2016, la oligarquía, maniobraba ya; el aumentó del pie de fuerza en las ciudades, el lanzamiento de la doctrina intervencionista Damasco, y las contrarreformas que revocaban de facto desde aquel entonces el acuerdo, avanzaban, mientras J.M Santos advertía; “…estamos trabajando desde ya para preparar la fuerza pública para el posconflicto”, de esta manera el régimen ajustaba las condiciones para el escenario de la guerra en su próxima fase. Al tiempo que Santos blandía por un lado el premio nobel de paz, y por el otro apartaba de sus oídos las acuciantes exigencias de las Madres de Soacha, que le recordaban su corresponsabilidad con cientos de asesinatos extrajudiciales. Junto a este reconocimiento legal, tan efímero como un fuego fatuo, se impuso el prometido postconflicto, el cual deja ya una estela de muerte, que no debería asombrar; Colombia es una fosa común que los medios masivos presentan ante el planeta como una fecunda sala de partos; el repunte del desplazamiento forzado en varias regiones de Colombia, los más de 570 líderes y dirigentes sociales asesinados después de la firma del acuerdo y el retorno de las masacres, confirman la vitalidad creciente del conflicto.
Por su parte los más de 128 exguerrilleros de las FARC acribillados en el mismo lapso, testimonian que el festejo de la paz, fue una breve levedad y que la exclusiva función, ovacionada en el teatro Cristóbal Colón, en el momento de las firmas sobre los libros y actas en donde la historiografía oligárquica registra sus victorias; son ahora solo el espectro de un instante histórico de arrobamiento, disipado en medio de discursos y aplausos, y que representan un esfuerzo insuficientemente acompañado por el pueblo, y mutilado, transfigurado y acomodado a espaldas de él.
Partido de la Rosa: La indignada impostura
Hoy la crisis del proceso de paz es tal, que su desmoronamiento se proyecta incluso en él estado de las comisiones, subcomisiones, consejos, planes, fondos, programas, sistemas integrales, agencias y un sinfín de fastuosos y pesados bastidores burocráticos, instituidos para facilitar la implementación, y que ahora yacen tirados prácticamente inservibles, si no fuera por la importancia que sus escombros aún recientes, ofrecen para la asimilación social de dicha experiencia histórica. Es de suponer que esta debacle no podía haberse dado de esa manera, únicamente por el apenas previsible efecto de la fuerza destructiva del régimen y de los EE-UU contra el acuerdo de paz, sino también por el impulso de un sector de la dirección del partido Farc, que en un acto de alzamiento sumiso ante el régimen, decidió acogerse al sombrío artificio del postconflicto. Claro que a diferencia de los ideólogos del régimen que tienen clara la función de dicha ilusión embaucadora; en los utópicos esquemas conceptuales del programa estratégico de la Rosa, el apacible escenario del postconflicto, pareciera haberse convertido en un prototipo social de Tulpa, construcción mental, que en el misticismo budista, puede adquirir consistencia física, por la fuerza de la imaginación.
Lo que si es cierto, es que en el fondo de todo esto, ronda la misma razón que expresara Lenin en relación a ese liberalismo, interiormente podrido, que intenta renacer bajo la forma de oportunismo socialista, y que por tanto confunde de manera oportunista “la preparación para las grandes batallas con la renuncia a esas batallas”.
Y es que mientras miles de integrantes de la base guerrillera, seguían atentos y vigilantes desde los Espacios Territoriales, al logro de una paz de contenido revolucionario, y suponían una defensa digna y resuelta de los acuerdos y la implementación por parte de los voceros de su partido en Bogotá; simultáneamente en exclusivos recintos capitalinos, se desplegaban reuniones de alto nivel, desde donde se fue diseñando la paz social, al decir de Lenin “la paz con los esclavistas”, donde un sector de bien agasajados proletarios, junto a insignes emisarios del terror estatal, y en detrimento de la paz con justicia social, fueron reconciliando puntos de vista mutuamente excluyentes, y diluyendo poco a poco entre pequeñas correcciones y confusas declaraciones, los justos y precisos planteamientos revolucionarios, que se fundamentan en las divergencias de clase.
Por eso no es casual la disposición que el presidente del partido de la Rosa, Rodrigo Londoño, reitera de recoger uno a uno cada “pedacito” de las trizas del acuerdo, su propósito es dirigir al pueblo y a la base guerrillera, un velado aunque inequívoco mensaje vergonzante de sumisión y sometimiento, más que algún tipo de lección de dignidad o de lucha.
Lo anterior ha ido acompañado de una “agresiva” campaña propagandística en Twitter y a través de algunos medios masivos de comunicación, basada en la difusión obsesiva respecto a que nada impedirá “la unión de la familia colombiana”, la reconciliación y la convivencia, al tiempo que dicho sector de la Rosa acompañado de una indignada impostura, excusa al Estado en relación a su innegable incumplimiento, y al creciente accionar violento de sus fuerzas estatales y paraestatales; soslayando la incuestionable realidad de un conflicto jamás extinto, y envolviendo los errores, engaños y traiciones en disfuncionalidades técnicas, deslices de forma y extravíos burocráticos de los aparatos administrativos. De esta manera se devela una concepción, que a pesar de los habituales edictos para la defensa social de los acuerdos; termina considerando que dichos dispositivos junto a una dosis de voluntad política pueden realizar por si solos la paz, para ofrecérsela ya hecha al pueblo.
Algo debe quedar claro; ni el sacrificio de puntos substanciales para la paz con justicia social, ni la conciliación de aspectos estratégicos para el pueblo, ni el silencio o la trivialidad en los pronunciamientos con relación a la sangre derramada por decenas y decenas de excombatientes reincorporados y sus familias, ni el soslayo ante el ultraje a la dignidad del pueblo y los revolucionarios, ni mucho menos la moderación lingüística o la predica virtuosa sobre posconflicto y reconciliación; apaciguan la congénita brutalidad del régimen colombiano; por el contrario, la refuerzan y reproducen.
Por otro lado quienes aseguraban que sería la conservación de sus siglas, y la supuesta continuidad del discurso beligerante en el marco de la legalidad, los rasgos que marcarían un fúnebre nacimiento del nuevo partido Farc, se equivocaron. No fue un pretendido radicalismo revolucionario sino al contrario la ausencia de este, no fue un discurso insurgente y beligerante, sino una excesiva y poco creíble docilidad política, no fue la continuidad de la lucha revolucionaria sino una sorprendente entrega por parte de una tendencia al interior del partido; dispuesta a concesiones teóricas y actuaciones que eluden en lo estratégico el acumulado histórico de las FARC- EP, desfigurando los fundamentos y propósitos revolucionarios de la lucha política legal; esto acompañado de la fanática defensa de unos acuerdos convertidos en una suerte de efigie al postconflicto, que anuncia el advenimiento de una indefinida sociedad alternativa, llena de paz, reconciliación, convivencia, y donde no habrá cabida a los discursos de “odio”. Pasando así de la degradación de la guerra a la degradación de la paz.
Defendiendo Sombras
En ese escenario el nuevo partido Farc, semeja al mago referido por Marx, quien desató fuerzas que no puede controlar. El partido de la Rosa, es hoy un retraído espectador, sin otra alternativa que dejar pasar ante sus ojos, una coyuntura política labrada en gran medida sobre la crisis del proceso de paz y el incumplimiento de los acuerdos, pero que es dirigida por la elite de los “independientes” y de sectores liberales - progresistas; nuevos burócratas de la anticorrupción, cuyas mediaticas tesis que reducen la causa del inconformismo popular al desvío del presupuesto público, están tan corroídas que intentan revitalizarse como los modernos rebeldes del “postconflicto”, y si hace dos años aseguraban que había que pasar la página de la paz y ocuparse de otros temas, hoy hacen leña electoral con las trizas de los acuerdos.
A pesar de los foros, los encuentros, y las marchas, el pueblo colombiano no pasó de ser una decisiva fuerza de presión, que sentó al Estado y a las FARC en la mesa pero que de hecho estuvo ausente como sujeto de las conversaciones, ya que no fue él, quien construyó realmente la agenda del campo popular, ni mucho menos pudo ejercer la autoridad que le es natural; ser veedor de los acuerdos para no permitir su deformación o mutilación. De allí que haya sido imposible su apropiación masiva y que no pueda esperarse una férrea y decidida defensa social de los mismos.
Al ser una paz de cúpulas, los vestigios de los acuerdos son formalmente sostenidos por el Estado y la Rosa, fundamentalmente por el primero, quien los mantiene, como la soga sostiene al ahorcado, cualquier movimiento mínimamente brusco asfixiará hasta la demagógica frasecita del cumplimiento a las bases, ya que más allá de ciertos beneficios parciales, ofrecidos a la guerrillerada como menudencias caritativas, los acuerdos no conquistaron nada más. Quizás 10 curules en el senado, que hoy por hoy se van tornando disfuncionales, ya que fueron concebidas como tribuna para la defensa del proceso y los acuerdos, pero al no haber conquistas que proteger, ni por tanto apropiación popular, su defensa, es la defensa de una sombra.
De allí que algunas desafortunadas frases, unas grandilocuentes otras idílicas, como aquella que asegura que ya “empieza a cerrarse la brecha de la exclusión política” sean quimeras, y más cuando el actual gobierno ni siquiera reconoce las instancias creadas por el acuerdo de paz en materia de reincorporación.
Que el pueblo imponga la paz
Hoy la extrema derecha, ha vuelto a anunciar su siniestra tesis frente al conflicto. La antesala, ha sido la reiterada negación estatal respecto a la sistematicidad de los asesinatos de líderes sociales en el país; negación semántica a la que como es costumbre, le corresponde el muy real incremento de dichos asesinatos y un progresivo aumento de las masacres, que no encuentran más objeción que un estridente silencio.
Y es que el absurdo de intentar embutir al inmenso mundo real en el angosto depósito del dogmatismo fascista, o en el volátil talego del utopismo socialista, no se circunscribe a despropósitos intelectuales, sino que es tan real y brutal como las mutilaciones a serrazos y los estiramientos a martillazos que Procusto efectuaba a sus invitados para que encajaran de manera exacta en su camastro.
De esa misma manera, la oligarquía colombiana experta en promover la guerra, mientras entretelones oculta el conflicto real como condición para la imposición de soluciones dogmáticas y crueles, encubre por medio de aparentes negaciones abstractas como las del fin de la historia o la negación del conflicto, afirmaciones tan sombrías como la del eterno presente y la guerra infinita, inspirados en las teorías fundamentalistas que brotan de los centros de pensamiento de los EE-UU.
La brutal persecución que se avecina contra quienes han asumido objetivamente que los acuerdos en su integridad naufragaron, demarcan la necesidad de retomar la lucha revolucionaria por la paz con justicia social, por unos enriquecidos acuerdos, que cobijen lo logrado en el Colón, más lo que estos amputaron o eludieron, donde el pueblo no sea un simple dispositivo de presión, para un nuevo ciclo de negociación entre cúpulas, sino que en el marco del ejercicio del poder popular y constituyente, con agenda propia y que haciendo uso de su derecho a las vías de hecho, el pueblo imponga la paz.
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