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Los cambios se disputan en la calle


Hace más de dos décadas, el sociólogo español Manuel Castells provocó un enorme impacto en los espacios académicos, políticos y comunicacionales, al publicar una imponente trilogía, “La era de la Información”, en donde exponía su teoría sobre la sociedad en red. En la introducción de su estudio Castells señala que “Internet es el tejido de nuestras vidas en este momento. No es futuro. Es presente. Internet en un medio para todo, que interactúa con el conjunto de la sociedad y, de hecho, a pesar de ser tan reciente, en su forma societal no hace falta explicarlo, porque ya sabemos qué es Internet. (…) Sin embargo, esa tecnología es mucho más que una tecnología. Es un medio de comunicación, de interacción y de organización social”.1

Las palabras de Castells pueden sonar obvias en la actualidad, pero no lo son en absoluto. Independiente de que ellas corresponden o fueron escritas a mediados de la década del 90, plantear ya en ese entonces que Internet representaba una forma de organización social no deja de ser una tesis osada, a pesar de que el propio concepto organización social es polisémico y puede dar pie para diversas interpretaciones. Ella puede ser la forma en que diversas unidades sociales entran en contacto (real o virtual) para promover una articulación en torno a un objetivo común. O también, se puede apelar a su componente movilizador, en el sentido de que una organización social serían todos aquellos conjuntos de personas que comparten valores, visiones de mundo, intereses, opiniones y motivaciones que las activan para generar estrategias de conjunto con el fin de obtener metas o bienes que vayan en beneficio del grupo o la comunidad.

En el caso de las organizaciones que se sustentarían a través de las redes virtuales, su virtud residiría en la capacidad de congregar a personas de diversos lugares a un mismo tiempo, permitiendo la realización de debates colectivos simultáneos y en condiciones de simetría y horizontalidad. En muchos o en la mayoría de los casos, estas organizaciones no obedecen a las directrices de los partidos políticos, ni reconocen ningún liderazgo formal, sustentándose solamente en el flujo de informaciones reciprocas de brotan de la misma red.

Hay que admitir que la propuesta de Castells de una sociedad en red es atractiva y tentadora, en el sentido de pensar las relaciones actuales a partir de vínculos que no necesariamente pasan por la interacción directa entre los agentes: es lo que algunos autores han denominado las calles de bytes. Mucho se ha escrito sobre el poder de las redes sociales y su impronta para conseguir la elección de algunos candidatos que parecían tener pocas posibilidades, como es el caso de Donald Trump o Jair Bolsonaro. En ambos casos, Facebook y Twitter fueron importantes en la divulgación de Fake News que capturaron el voto de muchos electores descontentos con la situación de sus países, pero que no poseían ninguna opción clara sobre el proyecto político que se les presentaba para conducir los destinos de la nación.

A esta altura el nombre de Steve Bannon se puede asociar con la estrategia diseñada por su consultora Cambridge Analitys para utilizar datos de 50 millones de usuarios estadounidenses de Facebook con el objetivo de manipular psicológicamente a eventuales electores con ideas conservadoras que terminarán inclinándose por el candidato Trump en las elecciones ese país. Por medio de Big Data y el uso algoritmos, esta empresa captaba un amplio espectro de usuarios de Internet que proferían discursos con un barniz reaccionario, los cuales fueron bombardeados con propaganda para profundizar sus concepciones contra las minorías, los extranjeros y los diferentes. Con esta estrategia Bannon ayudó a pavimentar la victoria de Trump y después fue contratado por el equipo de Bolsonaro para hacer lo mismo -creando miles de mensajes en los grupos de WhatsApp- durante las elecciones brasileñas. De esta manera, Bannon consiguió inventar una realidad paralela que internalizaron los votantes y cuyo resultado va a penar por muchos años el futuro de dicha nación.

Pero también las redes incuban otro peligro inevitable y quizás más grave, que es el de dar espacio a miles de voces que opinan de todo sin saber en rigor lo que están diciendo. Ya lo decía Umberto Eco “las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas. El drama de Internet es que ha promovido al tonto del pueblo como el portador de la verdad…”. En efecto, en las redes se van rotando los ignorantes para decir cualquier barbaridad sin ninguna argumentación consistente. Si bien por una parte Internet ha democratizado las opiniones, por otra parte, le ha dado tribuna a un sinfín de discursos esdrújulos y delirantes que se diseminan con una velocidad vertiginosa por las redes y que pueden llegar a tener influencia sobre muchas personas desinformadas.

Por lo mismo, las redes sociales se han transformado en una panacea, en parte, porque las personas se sienten movilizadas por cualquier causa sin salir de su zona de confort, frente al computador o recostados en un sillón con el celular en mano. Todo parece más fluido, más a la mano de un simple toque del visor del IPhone o la Tablet. Esta volatilidad de las relaciones ha sido recuperada con bastante propiedad por Zygmunt Bauman en su concepción de aquello que denomina “Modernidad líquida”.2 Esta modernidad se caracteriza por las relaciones frágiles que se establecen entre las personas, en donde los seres humanos nos conectamos y desconectamos con la misma facilidad de nuestros vínculos sociales y familiares. En la fetichización de dichas relaciones, los humanos nos transformamos en meras mercancías que podemos ser consumidas y largadas sin mayores barreras al molino satánico del mercado, cuando no excluidos de tener alguna relevancia en el devenir social.

La conexión es frágil porque en la sociedad líquida los individuos nos encontramos aislados, liberados, pero también carentes de los referenciales que sostenían las instituciones “sólidas” anteriores de la actual modernidad. Nuestras preferencias individuales nos conducirían a buscar salidas provechosas o ventajosas solo para nosotros sin importar demasiado lo que sucede con el resto de la humanidad. Los valores de la sociedad industrial se desvanecen -ya antes Marx y Engels nos habían advertido que todo lo sólido se desvanece en el aire- en la dinámica de las nuevas formas de sociabilidad, en que la familia, el trabajo, los sindicatos, las agremiaciones, dejan de tener el peso que tuvieron hace medio siglo atrás. En la sociedad informacional –parafraseando a Castells- el sujeto líquido se enfrenta a un mundo de consumo irrefrenable y a una disputa por espacios de integración en un marco de competencia desregulada que socaba los vínculos que lo mantendrían ligado a los otros miembros de una comunidad de destino.

Las redes sociales facilitan precisamente este descompromiso con los otros, pues se puede entrar y salir de las redes con la misma facilidad, no existe ninguna condición de persistencia, de constancia que constriña a los individuos a mantenerse unidos a una causa o a un grupo determinado. Las redes concederían libertad, ausencia de “ataduras” en el mejor de los casos, pero también descompromiso y la sensación de que puedo satisfacer mis propias necesidades sin importarme con los otros, optimizando mis elecciones, tratando siempre de llevar ventaja sobre el resto, nunca desventaja.

Pero la libertad que en principio me otorgarían las redes sociales se encuentra supeditada a la presencia de los poderes fácticos, a la manipulación que ejercen los dueños del capital que pueden financiar campañas de desinformación a través del bombardeo de millones de cuentas de navegantes distraídos o ingenuos. Por eso las redes pasan a transformarse en un factor de penetración ideológica cuando orientadas hacia la inoculación de concepciones que buscan reproducir las condiciones de hegemonía de las clases o sectores dominantes. Las redes presentan una sociabilidad débil, aunque peligrosa, pues pueden decidir el voto de ciudadanos pasivos que solo ejercen su voluntad soberana cada cuatro o seis años.

Por lo mismo, resulta fundamental crear espacios de disputa en los espacios públicos, en la relación cuerpo a cuerpo con el resto de los ciudadanos y ciudadanas. Si los artilugios tecnológicos pueden decidir algo, ellos serán incapaces de sustentar tales decisiones. Las verdaderas disputas se producen en las calles, en la solidaridad de los cuerpos. La calle es el lugar del encuentro por antonomasia, es donde se ponen en contacto nuestras emociones, nuestros proyectos colectivos y nuestras esperanzas.

No es una mera casualidad que el Ministerio de Educación de Brasil, publicó una advertencia en la cual emplaza a profesores, funcionarios, estudiantes y hasta a los padres para que denuncien a las personas u organizaciones que convoquen a protestas o que participen directamente de las manifestaciones en favor de la educación. La incapacidad del Ministro para administrar una pasta tan compleja como Educación, no le ha impedido percibir la importancia de reprimir las manifestaciones en la calle.

Las dos últimas convocatorias levantadas por los estudiantes para la defensa de la educación han sido monumentales, aunque insuficientes para alterar la agenda ultra-reaccionaria del gobierno Bolsonaro. Va a ser necesaria mucha perseverancia y coraje para seguir ocupando las calles y disputar codo a codo los cambios que requiere Brasil para continuar aspirando a transformarse en la patria inclusiva y justa que anhela imperiosamente la mayoría de sus habitantes.

-Fernando de la Cuadra es doctor en Ciencias Sociales. Editor del Blog Socialismo y Democracia.

1 Manuel Castells, La Era de la Información: La Sociedad Red, Volumen 1. Madrid: Alianza Editorial, 2005.

2 Zygmunt Bauman. Modernidad líquida. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2003.

https://www.alainet.org/es/articulo/200208

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