En las manos de un dios que ha muerto.
Lo peor que nos está sucediendo a los argentinos, no se explica mediante variables de mercado, inestabilidades financieras, ni siquiera por el hambre al que venimos condenando a millones de compatriotas. Lo peor que nos está sucediendo a los argentinos, es la dinámica de la democracia. La última misa, el rito sagrado del acto electoral, al que hemos asistido y las reacciones que brindamos luego del mismo, son el testimonio cabal de qué no toleramos el devenir de lo democrático. Nuestra principal tragedia, es que no creemos en el sistema institucional en el que decimos que estamos insertos. Este es el verdadero riesgo país que se acelera a ritmo ingente. Esta es la verdadera devaluación y depreciación de nuestros valores que exceden el precio de nuestra moneda. Esta es la pobreza grandilocuente, de la que no escapamos ni siquiera los que tenemos un plato de comida, los que no lo tienen, o a los que le sobra, independientemente de cómo hayan obtenido tales recursos para estar en tal posición de privilegio.
El dios muerto, es ese otro que algunos creen ver en el contexto internacional, en los mercados, en el sistema financiero, en la patria grande, en los pobres, en las clases, en todo aquello que configure ese otro, al que la democracia, por definición nos obliga, elecciones mediante, a integrar.
Ese dios, es el que murió, sea porque lo hemos asesinado, porque se suicidó o porque nunca ha existido.
La incertidumbre, la angustia, la desazón, que nos embarga a la mayoría de los argentinos, tiene que ver con este desvelamiento de una verdad qué durante muchos años, venimos solapando, venimos ocultando, sea por acción u omisión.
Lo peor que nos ha sucedido a los argentinos es que hemos votado. La flagrancia de esta falta, con lo que creíamos nuestro y propio cómo lo democrático, es a lo que reacciona con pavor, el mercado, el contexto internacional, las variables macro y microeconómicas, los estómagos con hambre, los corazones con odio y las cabezas huecas.
Nosotros mismo, en nuestra condición de oficialistas, de opositores o de independientes, nos seguimos encargando de poner dudas, inquinas y sospechas en que se haya cometido fraude electoral. Rotándonos en los diferentes roles y perspectivas, antes, como ahora y mañana, no nos cansamos de señalar que no creemos en lo que estamos haciendo, ni en lo que hacemos.
Desde las trincheras que provocativamente cantaban el “vamos a volver”, respondidas por las otras con el hashtag “no vuelven nunca más” y matizadas con el acomodaticio “no te metás” o “para que me voy a meter”, nos encontramos, todos, con la o al final, o con la letra e, con el pañuelo del color que sea, ante la inconfesable realidad que no queremos ser un país que dirima sus diferencias, que encuentre sus consensos, mediante prácticas democráticas.
A esto reaccionan esos otros que no confían en nosotros, esta es la palmaria demostración del dios muerto.
Occidente, exige como requisito, sine qua non, que cada estado-nación, de muestras acabadas de que sus integrantes, crean en la dinámica democrática, elecciones, con reglas mínimas y claras, mediante.
Formamos parte del selecto grupúsculo de comunidades que se dicen democráticas, pero que desdeñamos de las mismas.
Así como antes del último acto electoral, unos sembraron dudas acerca de la transparencia del mismo, horas luego y resultado puesto, son los otros, los que se encargan de instalar el manto de sospecha. Los independientes se escudarán en que no participaron, en que lo hicieron en blanco, que fueron obligados por la ley, que no eligieron, que optaron.
Velando al dios muerto, en el mismo momento en que se desarrollaba el acto electoral, unos tras votar, al minuto de sufragar, se expresaban públicamente contra el sistema electoral, bajo argucias o razonamientos, lo cierto es qué alegando propia torpeza, en vez de horadar la confiabilidad del sistema del que, han sido o son parte, jamás se propusieron en modificarlo en los tiempos indicados y en los recintos institucionales previstos para ello. Resultado mediante, lo que era una primaria abierta y simultánea, por la lógica de la política, por la razón y el corazón electoral, que es la piedra basal de lo democrático, se transformó en una elección general.
Nuevamente en nuestras narices, el dios muerto. La reacción no se hizo esperar, y no podía ser de otra manera, tal como la fue.
En vez de reconocer la falta de cultura democrática, la inquina que nos genera su dinámica, y el grado de perversión con la que actuamos ante la misma (decimos que somos precisamente democráticos), continuamos con el desatino, de saber sí ese dios, fue asesinado (y sí lo fue, por quién), se suicidó o sí acaso alguna vez ha existido.
No queremos zanjar nuestras diferencias, o construir un proyecto de país, bajo criterios, formas o tras una lógica democrática.
Nos lo están diciendo los otros, el mercado, el riesgo país, la depreciación de la moneda, los estomágos vacíos, los corazones con odio, las cabezas huecas.
Como argentinos, creemos histéricamente, o teóricamente en los valores políticos occidentales, en lo democrático, de aquí, que de seguido, individualidades deportivas, culturales, científicas, políticas, y de toda laya, hayan brillado, brillen y sigan brillando en países otros, que sí respetan al otro y las codificaciones que establece lo democrático.
Como argentinos, no creemos, en nuestra argentinidad, en nuestro ser colectivo. Es hora que lo reconozcamos, que nos demos cuenta que nos lo dicen en todos los idiomas, mediante todas las variables y por intermedio de todas y cada una de las ideologías.
Dios ha muerto, y nunca, ni en broma, hubo de ser argentino.