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¿Las elecciones matan y las democracias mueren?.


¿Acaso no se han cansado de votar en Venezuela?. ¿No han sido ungidos como legisladores, sin llegar con los votos numéricos necesarios, miembros de las Farc en Colombia, que han anunciado su regreso a las armas? ¿No expresó el Presidente Argentino, que el problema económico-financiero, tiene estricta relación con lo que han votado los ciudadanos, a quiénes les recriminó en conferencia pública el sentido del sufragio mayoritario? ¿No perdió el plebiscito el Presidente Evo Morales, quién judicialmente ganó la batalla para volver a presentarse para continuar en el poder? ¿Han votado en Brasil al juez Moro, o la justicia determinó quiénes podían ser candidatos y quiénes no? ¿Es la misma justicia que la que acorrala en Perú a ex presidentes al límite de llevarlos al suicidio? ¿Vale más que el voto, un acuerdo trunco, por el impedimento reeleccionista que puso a un Presidente, con poder prestado, en el Paraguay, a quién a buenas a primeras se le pide juicio político?

La representatividad muerta, de una democracia que perece a medida que se la rescata, a la que se la salva, se le brinda otra posibilidad, desde la connotación de la política, merece, y debe, ser analizada, bajo los incordios de los conceptos, de la estructuración psicoanalítica, tal como sí se tratase de una suerte de diván, como todos imposible y experimental, público, explícito y explicitado, en donde el analista, el guía, el componedor, se transforma, se convierte, deviene en lector y donde el gobernante, al fin, a solas con su responsabilidad como con su irresponsabilidad, tiene la oportunidad de redimirse de sus excedentes, de excomulgarse de un mandato que lo lleva a los límites de la conversión de lo no humano.

Este conjunto de vocablos, está estructurado como un lenguaje que nos habla entre las exclusiones mutuas que se desprenden de la filosofía, la política y el psicoanálisis para la comprensión de lo humano. En su lectura ágil, se podrá percibir el clivaje ocluido, el lazo, oculto como inexpugnable, que recobra de sentido, un jeroglífico en donde se pueden vislumbrar a la política, la democracia, el inconsciente y la vagina como conceptos fundamentales. En cada uno de los lectores, comentadores en verdad, así lo deseen ratificar en el código de las letras como en el reinado de sus silencios, se encuentra la guía para unir y desunir los cabos, tal como en el atalaya asoma la luz referencial del analista o como en la casa de gobierno, ejecuta la decisión, sea cual fuere la misma, el gobernante.

Como sí se tratase de una suerte de manifiesto, de codificación, independientemente de lo que lleve su dinámica, como su comprensión, en una dimensión de lo temporal que excede nuestra necesidad de respuesta, todo lo que callan nuestras palabras, no son más que las venturas que vivenciaremos en estadios otros, sean oníricos, como productos de la fantasía o de la posibilidad de un futuro posible que nos impele a que nos habitemos más allá del miedo con el que leemos la reacción primigenia, que deslizamos ante la muerte.

Desde este mojón es que consideramos que si no dejamos de pensar, actuando, de esta manera, la llamada de lo ausente a lo que no acudimos, se terminara por extinguir, descenderos a una deshumanización de nuestras posibilidades, y convertidos en un subproducto de la razón instrumental, dejaremos de interesarnos por la palabra, por las traducciones que conseguimos, mediante su uso y desuso.

En tal ciénaga del aceleracionismo, seremos la expresión consumada, del consumo hiperbolizado, sobregirado en las proporciones industriales que nos llevaran a buscar otros ambientes, para desarrollar, no ya lo humano, sino su resultante, la operatoria mayor, la conversión final del verbo, del logos, de la palabra al número.

Número que como tal, posee como propiedad intrínseca su no traducibilidad. La ausencia de exegesis del número, lo convierte y nos convierte, en algoritmos para uso y abuso de nuestra debacle, a la que se la llama, por el momento, en los últimos resquicios de la resistencia de las palabras, inteligencia artificial.

Cada vez son más los sujetos (atados a la ataraxia que propina el sedante del fin de los tiempos), que exacerbados en su función políciaca, denuncian la llegada, la subsistencia de textos, de manojos de palabras, de gritos de lo humano, seriados, codificados en artículos, que no esperaban, que no pidieron, que no saben dónde colocarlo, además del basurero, sea real, simbólico del cerebro o virtual de la casilla de correo.

Ya tienen privada la posibilidad del entender que la humanidad, encontró sin buscar su traducción. Casi todo lo adquirido lo obtuvimos mediante el libre juego, de que una cosa llevara a la otra, sin desesperarnos en buscar, imposible además, el cuanto y el qué.

La muerte no traduce lo humano, no lo redime, no lo inmortaliza, sólo la palabra es capaz de conseguir esto y tanto más.

La palabra, a la que se la persigue, se la ultraja, se la sodomiza, exigiéndole una traducción, un resultante, nos habla, nos interpela, en todos los planos posibles, para que nos reconciliemos con ella, con lo público, con lo político, que es su sucedáneo.

En la palabra no anida el resultado, al que por haberlo convertido en prioritario, la traducción de lo humano, lo va despojando de su sentido, de su esencialidad, de esa palabra por la que aún conservamos nuestra condición, hasta que la terminemos despellejando y en tal posibilidad, habernos transformado en la suma azarosa de un algoritmo, sin posibilidad de regreso, de cambio, sin traducción alguna más que la contundencia del número.

No nos afecta, no nos asusta, ni tampoco nos rebela, la pobreza, la marginalidad o todo de lo que nos priva lo democrático. Nos quedamos, con la transgresión de hacer de cuenta que creemos, en eso mismo (en la democracia como expresión de un sistema que nos integre, que nos respete, que establezca prioridades para los que se encuentren relegados en relación a los que no) en que no creemos, dejándonos, normativamente, la posibilidad, de que nunca usaremos, de elegir otro sistema que no sea el democrático, por la falla de este en su integralidad y no en su conformación (adjudicar la culpa o responsabilidad a la casta, la clase o la política).

La palabra representa un concepto, una idea, finalmente, una aspiración, un deseo. Los cambios, las modificaciones, no se logran desde lo nominal, desde la denominación de una cosa por otra, que finalmente nos siga significando lo mismo, por el ruido de un significante que suene distinto.

Cuando, tengamos la posibilidad que la contracción democrática, nos depare en el entendimiento de que la transgresión, como salida, la subversión como instancia superadora o complementaria, la revolución del sentido a decir de la poeta Alejandra Pizarnik, nos conmueva en la humana comprensión de que “la rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos” recién en tal contexto podríamos animarnos a creer que deseamos habitar bajo principios democráticos, en el mientras tanto, hacemos de cuenta, actuamos tal convencimiento, y a veces nos sale bien, la actuación, y otras no, tan solo esto es lo que define el público, como el votante, con su aplauso, como con su voto, a sabiendas, sin que lo que lo reconozcamos abiertamente, que asistimos a una teatralización de la vida real o de una supuesta verdad representada, como democrática.

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