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La masacre de Aztra


El 18 de octubre de 1977 tiene lugar uno de los hechos más siniestros de la historia del movimiento obrero ecuatoriano: la masacre de los trabajadores del Ingenio Aztra.

El Ingenio Aztra. Una empresa mixta con capitales particulares y estatales, tiene una larga historia de latrocinios y depredaciones.

Primeramente, en el año 1960, se forma como empresa privada para explotar la caña de azúcar de los latifundistas de la zona, los mismos que habían adquirido las tierras usurpando a antiguos propietarios y arrebatando las parcelas de los humildes campesinos que habían formado varias colonias. Entre los socios de la nueva compañía ‒que tiene un capital inicial de 17’000.000 de dólares‒ se hallan prominentes miembros de nuestra oligarquía: Ernesto Jouvín Cisneros, José Salazar Barragán, los hermanos Alfonso y Rafael Andrade Ochoa, por ejemplo. Empero, cuando se presentan dificultades económicas, la mayoría de las acciones van a parar a manos del Banco “La Filantrópica” de los Isaías, quienes a su vez ‒percibiendo “malos vientos en el negocio”‒ la traspasan a una entidad estatal, La Corporación Financiera Nacional, con la aprobación del gobierno del general Rodríguez Lara. Desde ese entonces se convierte en botín de gerentes y altos empleados que, como se puede suponer, pertenecen siempre a la élite de las clases dominantes.[2]

Los ingenios azucareros han estado desde un principio en el poder de la más rancia oligarquía, razón por la que han gozado de privilegios inconcebibles, aunque estos vayan en menoscabo de los intereses populares.. Es así como en enero de 1976 se eleva el precio del quintal de azúcar de S/.135 a S/. 220 y luego, casi enseguida, en agosto de 1977, después de un ridículo paro de propietarios ‒que desde luego no son sancionados con el decreto 1475 como se hace con los trabajadores‒ se sube a S/. 300. Pero ahora, con inaudito descaro, mediante decreto N° 1784 de 5 de septiembre, se elimina a los trabajadores en la participación de las utilidades provenientes del último aumento, a fin de que todo vaya a los bolsillos de los magnates. Tanta generosidad, no puede sino encerrar unturbio negocio entre empresarios y funcionarios de la dictadura militar, como piensa con lógica Víctor Granda en su libro La masacre de Aztra.

Y es, cabalmente, el pago de las utilidades que les corresponde por estos aumentos lo que principalmente reclaman los trabajadores de Aztra, pues que les pertenece el 10% de la ganancia producida por cada uno de ellos. De la primera elevación de los precios durante el período comprendido entre el 27 de septiembre de 1976 y el 4 de septiembre de 1977 que se les adeuda ‒según consta en el numeral 2º del pliego de peticiones‒ exigen el pago de S/. 28’ 171.176. Igualmente piden la entrega del mismo porcentaje del beneficio proveniente del segundo aumento de precio, basándose en el Art. 32 del Tercer Contrato Colectivo celebrado con la Empresa, y negando que el decreto N° 1784, sea aplicable a su caso. Finalmente, se demanda el cumplimiento por parte de la Compañía de varias cláusulas del mismo Tercer Contrato Colectivo, entre otras, las que se refieren a estabilidad en el trabajo y acatamiento de la tabla de remuneraciones para los trabajadores agrícolas.

El ya indicado día 18 de octubre, previo aviso legal y previo pedido de protección de parte de la policía, invocando el numeral 3º del Art. 459 del Código del Trabajo, se declara la huelga. Mas por la tarde, cuando los trabajadores se hallan merendando en compañía de sus mujeres y sus tiernos hijos, son traidoramente rodeados por contingentes policiales traídos expresamente de varios lugares del país con ese objeto, y un teniente Viteri, desde un altoparlante, les ordena el inmediato abandono del lugar, concediéndoles dos minutos para la salida. Los dirigentes obreros piden que se amplíe ese término perentorio concedido con mala fe, pero en vez de ser escuchados, son atacados a bala y con bombas de gases lacrimógenos, bombas que son apagadas con agua y algunas devueltas a los atacantes por los valientes trabajadores que, en un primer momento, logran su retirada. Los agresores, reanimados por el gerente, coronel Reyes Quintanilla ‒un militar retirado que ya como gobernador del Guayas durante la Junta Militar se distinguió por su odio al pueblo, razón por la que logra entrar al servicio de la oligarquía guayaquileña, llegando a ser hasta gerente del Banco del Pacífico‒ los policías vuelven al ataque y con furia inaudita se ceban sobre los indefensos huelguistas, los mismos que son empujados a un canal lleno de agua mediante culatazos y garrotazos, cuando tratan de salir por allí, ya que la puerta se halla en manos de la policía. Víctor Granda Aguilar narra así estos trágicos instantes:

Escenas desgarradoras se producen: mujeres y hombres desesperados en busca de agua contra la asfixia de los gases, madres que perdieron a sus niños, mujeres que no podían nadar y se hundían, niños que desaparecían para siempre, heridos que hacían esfuerzos convulsos en las aguas, personas que por ayudar terminaban hundiéndose con el desesperado que se ahogaba.[3]

A las ocho de la noche se da término a la masacre. Un mayor Díaz comunica a sus superiores que las órdenes han sido cumplidas a cabalidad.

A más de un centenar de víctimas, según el cálculo de testigos presenciales, asciende el saldo de la bárbara matanza. Solamente aparecen los cuerpos de poco más de una veintena, pues al igual que el 15 de Noviembre, a los demás se los hace desaparecer misteriosamente. Se llega a decir que muchos son arrojados en las calderas ardientes.

¿Quiénes son los responsables?

En primer lugar los ministros de Trabajo y de Gobierno: ese coronel Salvador Chiriboga que ya conocemos, y el general Jarrín Cahueñas, que poco más tarde será sindicado por el asesinato del economista Abdón Calderón. El primero, instado por los personeros de la Empresa, es el que pide el desalojo de los trabajadores mediante oficio suscrito por el Subsecretario de ese Portafolio. Y el segundo, el que ateniéndose a ese ilegal pedido, es el que moviliza contingentes policiales y ordena la criminal represión. Los miembros del Triunvirato, así como los miembros del Gabinete, son cómplices y encubridores del crimen pues que unánimemente se solidarizan con los principales responsables ya nombrados y afirman ‒como consta en la resolución del 25 de octubre‒ “que actuaron de acuerdo con la ley y los intereses nacionales”. Mas aún, con cinismo que llega a límites inconcebibles, sostienen que los únicos culpables son los “dirigentes de extrema izquierda”. Cinismo, sí. Pero a su lado, por ser tan tonta la imputación, se manifiesta la incipiencia mental de los autores de tan singular resolución.

La infame masacre, como es natural, llena de indignación y levanta la protesta de todos los trabajadores ecuatorianos y de amplios sectores democráticos del país. “El vil asesinato de los trabajadores de Aztra ‒se dice en el pronunciamiento de las tres centrales sindicales, CTE, CEDOC y CEOSL, de 20 de octubre‒ constituye un crimen de lesa humanidad, propio de regímenes fascistas que lo condenamos y denunciamos con indignación a la opinión pública nacional e internacional”. Así mismo son innumerables los organismos obreros de otros países que levantando en alto el hermoso principio del internacionalismo proletario, expresan su repudio por los sangrientos acontecimientos y envían su ayuda para los afectados. La Federación Sindical Mundial es una de las primeras en hacerse presente y demostrar su solidaridad.

Mientras tanto las autoridades gubernamentales, con saña increíble, prosiguen la represión, apresando a los dirigentes de los trabajadores y desatando el terror en la población de La Troncal, donde habitan con sus familiares. Se invoca y se aplica la fascista Ley de Seguridad Nacional, demostrando en esta forma su verdadero objetivo para la elaboración de un Plan Policial de Operaciones Especiales en el Caso Aztra aprobado el día 26 de octubre, haciéndose constar allí, expresamente, que la Policía Nacional “constituye la Fuerza Auxiliar permanente de las Fuerzas Armadas para la Seguridad Interna del País”,[4] tal como se concibe en esa ley. Dicho Plan tiene por fin no permitir “el quebrantamiento del orden, la paz y la tranquilidad social”,[5] como consta del correspondiente documento. Para el Triunvirato y la Policía está claro que ese orden y esa paz han sido hecho pedazos ‒y esto también se señala‒ por cuanto se han declarado en huelga de solidaridad los trabajadores de los ingenios Valdez y San Carlos y han protestado los “extremistas” de la CTE, CEDOC y CEOSL. El plan militar y represivo, en suma, es tan minucioso y tan científicamente trazado ‒hasta se habla de planos, espionaje y logística‒ que bien podría ser enviado hasta por los expertos de la OTAN. O de la CIA, por lo menos…

Para descubrir a los autores de la masacre, se inicia el consabido juicio criminal. Y para escarnio de la justicia, tanto en la primera como en la segunda instancia se dictan autos de sobreseimientos definitivos salomónicos, según los cuales todo es un misterio y nadie es culpable, ni siquiera los que por escrito dieron una orden ilegal de desalojo. Más tarde, cuando la Asamblea de 1979 ordena que se vuelva a investigar el caso, también se llega a un resultado sorprendente: el caso está cerrado, cerrado totalmente, y no hay posibilidad jurídica de reabrirlo nunca, por los siglos de los siglos. Y esto es cierto, para los trabajadores, para el pueblo, la justicia ha estado cerrada siempre. Ab aeterno.

[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Historia del movimiento obrero ecuatoriano, Editorial LetraNueva, Quito, 1983, pp. 101‒106.

[2] Víctor Granda Aguilar, La masacre de Aztra, Cuenca, 1979.

[3] Víctor Granda Aguilar, La masacre de Aztra, op. cit.

[4] Víctor Granda, op. cit.

[5] Idem.

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