LA PRIMERA GRAN MOVILIZACIÓN INDÍGENA A QUITO: 1930 -1931[1]
I
A fines de 1930 y principios de 1931, los sindicatos de las haciendas “Pesillo”, “La Chimba”, “Moyurco” y “San Pablo-Urco” de propiedad de la Asistencia Pública ‒administradas las dos primeras por José Rafael Delgado y las dos últimas por Julio Miguel Páez‒ presentan un pliego de peticiones en el que se hace constar las reivindicaciones más sentidas por los indígenas de la zona. Se pide, entre otras cosas, el aumento y el pago de salarios, pues que éstos, a pesar de que no llegan sino a pocos centavos diarios por la agotadora jornada diaria, son solamente nominales, ya que siempre los patronos encuentran formas para escamotearlos. Se pide mejores condiciones de trabajo para cuentayos, ordeñadoras y servicias, que constituyen el sector mayormente explotado, encargado de realizar las tareas más duras y difíciles. Y se pide, por último la estabilidad de los huasipungueros, amenazados con frecuencia con el despido y la pérdida de sus parcelas de terreno, en especial los dirigentes de las organizaciones hace poco creadas, que concentran sobre si el odio de los terratenientes, que desde un primer momento ven en ellos a los principales responsables de las múltiples reclamaciones indígenas que por todas partes se presentan; sembrando la idea de insubordinación en las mentes de los siervos y rompiendo la quietud siempre deseada por el amo, más que por idílica y poética, por indispensable para su plácida y tranquila digestión.
Las peticiones antes indicadas, para que tengan la fuerza necesaria y puedan impresionar a los impávidos gobernantes de turno, son respaldadas por la huelga, la nueva arma de combate de las masas indígenas. Esta vez, el paro es total y adquiere gran envergadura, ya que logran obtener la simpatía y la solidaridad del campesinado de todo el cantón. Por primera vez quizás, los hacendados miran consternados la paralización de las labores agrícolas y el unánime desacato a las órdenes de los mayordomos, empeñados vanamente en contener el movimiento. Y la disciplina, y el espíritu de lucha de los huelguistas son ejemplares, todo lo cual aumenta la preocupación y zozobra de los explotadores.
Pero no terminan aquí las cosas. Los sindicatos en paro, decididos a triunfar y conseguir sus objetivos, resuelven marchar a Quito para explicar la justicia de su causa. Inmediatamente, una inmensa muchedumbre formada por cientos de hombres y mujeres, sin amilanarse por la gran distancia ni los peligros que implica el cumplimiento de la decisión tomada, emprende el camino hacia la capital de la república, a donde logran arribar después de dos días de largo peregrinaje. Allí, el indio despreciado y discriminado, siente el hálito cariñoso del pueblo humilde y conoce de cerca la solidaridad de los obreros revolucionarios, que apoyan con entusiasmo sus demandas y prestan toda clase de ayuda. Y comprende, entonces, que no está solo, que puede contar con aliados firmes y constantes.
Ante la magnitud de la manifestación indígena y la presión de las fuerzas progresistas, las autoridades, aceptan la mayoría de las peticiones y prometen una pronta satisfacción de las reivindicaciones planteadas, poniendo de manifiesto, inclusive, su afán por mejorar la suerte de los desvalidos.
Los nombres de los principales dirigentes de esta huelga, que deben ser recordados como ejemplos de tesón y valentía por las generaciones actuales, pues son ellos los que con su coraje abren la brecha sindical en las difíciles condiciones de la época, son los siguientes:
De Pesillo:
Ignacio Alba
Segundo Lechón
Víctor Calcán
Ángela Amaguaña
De La Chimba:
Neptalí Nepas
De Moyurco y San Pablo-Urco:
Virgilio Lechón
Marcelo Tarabata
Benjamín Campués
Rosa Catucuamba
Jesús Gualavisí ‒el dirigente de Juan Montalvo‒ es el encargado de buscar provisiones para los huelguistas y promover la solidaridad entre los demás indios de la zona, que dado el prestigio de que goza, logra conseguirlos en la forma más satisfactoria.
Y Luis F. Chávez, como delegado del Partido, tiene como tareas las de organizar y orientar el movimiento, cometidos que sabe cumplirlos con verdadero ardor revolucionario, sin desamparar, un sólo momento el sitio de la lucha.
Asegurado el triunfo, al parecer, se emprende el largo regreso. Mas, una vez llegados los indígenas a sus respectivas haciendas, el cumplimiento de los ofrecimientos hechos empieza a prolongarse indefinidamente, a más de que los participantes en la huelga, sobre todo los dirigentes, son objeto de una serie de represalias por parte de los servidores de los hacendados. Como es natural, esto les exaspera y les lleva a la decisión de trasladarse otra vez a Quito, creyendo sin duda que las autoridades harían valer sus propias resoluciones. Y es en este segundo viaje que Dolores Cacuango, que desde un principio había mirado con admiración y entusiasmo el desarrollo de los acontecimientos, participa llena de fe y de esperanzas. Quiere ella también, al lado de sus hermanos de raza, condenar la abyecta servidumbre, tan dolorosamente sentida en carne propia.
Empero, en esta ocasión, las cosas adquieren un cariz diferente. Ahora los gobernantes, libres ya del estupor primero, y más que nada, ya de común acuerdo con los poderosos terratenientes, callan como esfinges y no hacen ninguna clase de ofrecimientos. Días y días los indios deambulan por las oficinas públicas, donde cuando no se les cierra las puertas, encuentran solo a funcionarios sordos, fieles cumplidores de la consigna del silencio. Nada queda que hacer, sino emprender la vuelta, sin haber conseguido ni siquiera promesas como antes. La jornada es también más ardua: hambrientos y cansados, al pasar por la malsana cuenca del río Guayllabamba, muchos adquieren paludismo y la muerte cobra algunas víctimas.
Pero aún falta el final, preparado minuciosamente por los explotadores, que en contubernio con el gobierno, quieren impedir la repetición de hechos de esta naturaleza y mantener “el orden y la disciplina” en las haciendas.
Ese final, como siempre, es la matanza. Apenas llegados de la capital, los soldados del ejército, fuertemente armados y exprofesamente preparados, acosan a los indígenas como a fieras y acallan su justo clamor con los fusiles. Los campos quedan teñidos de rojo y desde las colinas se elevan negras nubes de humo provenientes de las chozas incendiadas. Junto a una de ellas, con el esposo herido y tres tiernas criaturas, Dolores contempla con estoicismo la pérdida de su insignificante y único patrimonio, pero por eso mismo tanto más querido y necesario. La tragedia de su hogar, si bien le llega al alma y penetra en su corazón como espina de silvestre cacto, no disminuye su ánimo en ningún momento, ya que al contrario, al agrandar con esta nueva experiencia personal la comprensión de la injusticia, se convierte en estímulo y multiplica sus fuerzas. Porque ve más claro que la arbitrariedad, la miseria y la opresión, pueden desaparecer de la tierra únicamente con la lucha y el triunfo de los oprimidos. Y por eso ya no llora. Cierra sus puños con frenesí, y mirando hacia el cielo, hace un solemne juramento: ¡proseguir adelante!
Expulsada de su humilde huasipungo y perseguida por los gamonales, así, se incorpora al movimiento indígena, que ya no dejará en el resto de su vida.
La bárbara represión descrita, tampoco, ha hecho mella en el ánimo de los demás indios de Cayambe, fracasando por completo el propósito del sangriento escarmiento planeado por los opresores. Al contrario, les ha servido de lección y han ganado muchos años de experiencia. Su conciencia clasista se ha consolidado y están en condiciones para plantearse objetivos más altos.
Y el principal de éstos objetivos es ahora ‒estamos en 1931‒ la reunión de un Congreso Indígena para formar un organismo único que aglutine a todos los campesinos de la Sierra y dirija la lucha, porque se comprende ya que la unidad es condición indispensable para conseguir la fuerza necesaria que pueda exigir atención a sus problemas. El Congreso se reunirá en Cayambe, lugar donde ha nacido el movimiento sindical aborigen, y centro, al mismo tiempo, del gamonalismo más recalcitrante.
Mas ese gamonalismo, que teme la unidad de los campesinos indígenas y que comprende el peligro que representa para sus intereses, trata de impedir de toda forma la reunión del Congreso. Medios legales no tienen a mano, porque nuestra Constitución burguesa, desde hace mucho ha garantizado la libertad de conciencia y la libertad de reunión. Ante, este obstáculo, como se hace en nuestros días, se recurre a inventar una presunta subversión del orden y la paz social por parte de los comunistas, empleando, las poderosas armas que tiene a su alcance y valiéndose de una nutrida y falaz propaganda de la prensa reaccionaria que secunda con entusiasmo la baja estratagema. El fantasma del comunismo ‒que tanto aterra a las gentes de mala conciencia‒ está a la orden del día y en todos los rincones.
Las autoridades, naturalmente ‒para algo representan a las clases dominantes‒ apoyan con toda decisión a los latifundistas y se transforman en su eco.
Oíd lo que dice en su Informe a la Nación 1930‒1931 el ministro de Gobierno y Previsión Social:
Las agresividades revolucionarias no me asustan, sin duda; pero sí creo honroso combatirlas de frente, cuando no tienen por base la verdad y la justicia: esto es lo que hice, de acuerdo con el señor Presidente de la República y su Gabinete, desde el momento que ingresé al Ministerio y encontré que la República toda estaba próxima a estallar en la más desastrosa de las conmociones sociales, poniendo en grave peligro la vida, la propiedad, la honra de las familias, el progreso del país, el buen nombre de la patria, amenazados de continuo por la insidia comunista que, en toda forma y a toda hora, está incitando al tumulto y a la rebeldía.
El mismo ministro, refiriéndose más en concreto al Congreso Indígena, manifiesta:
Las autoridades (…) se han concretado, exclusivamente, a mantener el orden, acudiendo a tiempo, para estorbar la concentración de multitudes subversivas, como aconteció respecto al llamado Congreso de Campesinos, bajo cuyo nombre se trató de reunir en Cayambe, en inmenso número, a todas las comunidades de indios de las provincias interioranas, especialmente de Tungurahua, León, Pichincha e Imbabura con el visible y único fin de inducirlas a cometer desórdenes y provocar conflictos al Gobierno.
No se dice en cambio, como es de rigor en estos casos, de los hechos de fuerza y los múltiples abusos cometidos. Ni siquiera se da cuenta que el ejército es movilizado a Cayambe en plan de campaña para guardar “el buen nombre de la patria”. Nada de la persecución tenaz de que son objeto los dirigentes indios y los revolucionarios marxistas para poner a buen recaudo “la propiedad” de los señores feudales. Ni una sola palabra sobre la prisión de los indígenas Virgilio Lechón, Marcelo Tarabata, Juan de Dios Quishpe y Benjamín Campués, que hasta el diario El Comercio, se ve en la obligación de publicar. Nada, en fin, de la coerción y violencia que se ejerce sobre los delegados de provincias para impedir su asistencia al Congreso.
Tan absurdas y ridículas, son las inculpaciones que contiene el Informe, que el senador Pedro Leopoldo Núñez ‒con sensatez y honestidad que le honran‒ después de viajar a Cayambe e investigar prolijamente los hechos, llega a conclusiones que desmienten totalmente las afirmaciones del ministro. Y ¡quien lo creyera!, el serio estudio del doctor Núñez está incluido en el mismo documento ministerial, como puesto a propósito para que se compare la verdad con la mentira. Él habla así de la “insidia comunista”:
Esto halaga y convence ‒dice refiriéndose a la entusiasta defensa que los trabajadores hacen de la “unión y solidaridad de su clase”‒ que no es un sueño, ni un imposible el mejoramiento del indio. Varias fuerzas sociales, sin duda, habrán elaborado semejante transformación; mas no cabría negar que en este sentido ha sido meritoria la obra realizada por los que se llaman o están tildados de comunistas.
Y sobre la “honra de las familias” aristocráticas, sobre su acrisolada honradez, se expresa en esta forma: “En el fondo la cuestión se reduce a que los peones exigen alza de salarios, regulación del trabajo particularmente de las mujeres, y que se modere el poder omnímodo del amo. Los hacendados no opondrían reparos, si el satisfacerles no redundara en disminución de sus ganancias y menoscabo de sus antiguos atributos señoriles”. Una cuestión de pecunia, en suma. ¡He allí toda la honra ‒dignidad‒, toda la honradez ‒probidad‒ que se defiende!
La índole del Informe, todo su veneno, se explican sin embargo: “tienen por base la verdad y la justicia”, conformadas a medida de las conveniencias de los gamonales y explotadores. El presidente de la república y su ministro de Gobierno son poderosos latifundistas.[2] Su gabinete, en su mayoría, está integrado por hacendados y oligarcas de mucha prestancia. Todos, por lo mismo, enemigos acérrimos de las “conmociones sociales” que puedan hacer peligrar la institución sagrada de la propiedad, establecida por Dios para su exclusivo beneficio. Enemigos de todo “tumulto y rebeldía” que pueda hacer variar el statu quo de sus bolsillos.
Por lo dicho, la feroz oposición al Congreso Indígena, que a la postre, determina su fracaso.
Más ni el nuevo revés puede doblegar la moral de los indígenas ni impedir la prosecución de la lucha. Nuevos sindicatos siguen formándose, que cada vez con mayor vigor, exigen solución a sus problemas. El anhelo de lograr la unidad en escala nacional no ha desaparecido, pues en 1934 se logra la reunión de una Conferencia de Cabecillas, que sienta las bases para alcanzar esa meta.
Dolores, con la dinamia y el entusiasmo que sabe poner en sus actos, ha participado de manera destacada en este movimiento. Y ha madurado con rapidez su capacidad en el combate diario e incesante, convirtiéndose en una dirigente recia y experimentada, que sabe conducir a sus compañeros por el camino requerido. Solícita, con abnegación admirable, está lista siempre para ayudar en el sitio que sea necesario, sin rehuir las dificultades ni desanimarse ante el peligro. Al contrario, como verdadera madre de su pueblo indio, en esos momentos cabalmente, es cuando se hace notoria su presencia.
Dolores ha crecido. La promesa que fue, ahora, es promesa cumplida.
II
A fines de 1930 y principios de 1931, las nacientes organizaciones indígenas realizan su primera huelga, cuando son desatendidas las peticiones que presentan a los arrendatarios de las haciendas de la Asistencia Pública, siendo las principales las siguientes: aumento y pago de salarios, estabilidad de los huasipungueros, disminución de las jornadas de trabajo, supresión de toda clase de maltratos y abolición de la “denigrante costumbre de las servicias de quienes, indias núbiles, abusan los empleados de las haciendas”.[3] La huelga dura tres meses, durante la cual los indígenas se desplazan masivamente por dos ocasiones a la ciudad de Quito para pedir justicia a las autoridades, recibiendo de ellas únicamente promesas. Al final, ante la amenaza de ser expulsados de sus huasipungos, se llega a un arreglo desfavorable para los trabajadores:
(…) que los peones sueltos ganarán 40 centavos diarios con derecho a tener todos los animales que quisieran; que los jornaleros de los huasipungos, percibirán 30 centavos en los días de cosecha; que todas las mujeres que antes no ganaban tendrán 20 centavos diarios en los desnaves, etc., faenas que eran ocasionales y que serían de 3 a 4 días en la semana, y quedando el día sábado establecido como de "descanso".[4]
Esto es todo. Lo que ofrecen los terratenientes según explicación aparecida en el diario El Comercio, mezquino ofrecimiento que da la medida de su generosidad, en el caso de que se cumpliera. Pero lejos de ello, con la ayuda de la fuerza pública, se emprende una feroz represión contra los huelguistas. Muchos son heridos y cruelmente torturados, otros son expulsados de las haciendas y sus casas incendiadas con todos sus enseres, inclusive, mediante juicios de secuestro, se retienen animales de propiedad de los conciertos desalojados hasta cuando cancelen las deudas. “El Jefe de Pesquisas, el Director de la Asistencia Pública llamado Augusto Egas, y, con un piquete de tropa, llegaron a las haciendas a imponernos, con el terror, sumisión a despóticos amos”.[5] Así, tal como exponen las víctimas de esta infame agresión, los explotadores pueden imponer el orden. Desde luego, esta es la tradición de nuestros campos.
Ante la protesta que suscitan estos hechos, el gobierno se ve obligado a dictar un decreto ordenando el pago de las casas destruidas, decreto que tampoco se cumple, razón por la que los perjudicados presentan una solicitud al Senado en 1931 para que se haga efectivo. Allí constan los nombres de todos ellos, entre los cuales se hallan los de los principales dirigentes de la huelga, tales como Ignacio Alba y Segundo Lechón de la hacienda “Pesillo”, Florentino Nepas de la hacienda “La Chimba”, Benjamín Campués de la hacienda “San Pablo-Urco” y de Virgilio Lechón de la hacienda “Moyurco”. El arrendatario de las dos primeras haciendas es José Delgado, y Julio Miguel Páez de las dos restantes.
Jesús Gualavisí juega un papel de primordial importancia en este momento. Es el encargado de conseguir provisiones y ayuda económica para los huelguistas, al mismo tiempo de promover la solidaridad de todos los indios de la zona, cometido que cumple satisfactoriamente gracias a la autoridad y prestigio de que goza. La huelga, efectivamente, puede sostenerse por largo tiempo y alcanzar las proporciones que tiene, debido a la gran actividad que despliega en compañía de algunos revolucionarios movilizados desde Quito.
No obstante la derrota sufrida, los indios no se doblegan. Al contrario, los trabajadores despedidos de algunas haciendas ‒los arrojados sin pan y sin abrigo a la inclemencia de la vida como dicen en la solicitud arriba mencionada‒ prosiguen luchando en los sitios donde son acogidos por sus hermanos de raza, inclusive formando nuevas organizaciones, como el sindicato de “Yanahuaico” por ejemplo. Tan cierto es que no hay ningún descanso en el movimiento, que en este mismo año de 1931, se inician los trabajos para la reunión del primer Congreso Indígena, pues se comprende claramente la necesidad de conformar una Confederación que agrupe a todos los indios del Ecuador, a fin de que unidos, puedan adquirir más fuerza y tener mayor éxito en sus reclamos. La población de Cayambe es el lugar escogido para este evento.
Pero el gamonalismo no está dispuesto a permitir la realización del Congreso, para lo cual, con el incondicional apoyo del gobierno, pone el grito en los cielos e inventa una inexistente subversión comunista, que según palabras del ministro de Gobierno y Previsión Social, ponían “en grave peligro la vida, la propiedad, la honra de las familias, el progreso del país, el buen nombre de la patria”.[6] Para que tal desastre no suceda, se envían tropas a Cayambe que disuelven a los indios allí reunidos mediante la violencia, mientras se impide la llegada de los delegados de las otras provincias. Toda la patraña forjada, a poco queda al descubierto merced al Informe que presenta el senador Pedro Leopoldo Núñez, donde queda desvirtuada la mentira de la conmoción social próxima a estallar de que habla el ministro, a la par que se denuncia los abusos de los terratenientes y se encomia la labor de los revolucionarios marxistas. “Ha sido meritoria ‒dice‒ la obra realizada por los que se llaman o están tildados de comunistas”.[7]
Entre los varios indígenas apresados con este motivo se halla Jesús Gualavisí, que nuevamente, al igual que en la huelga, se destaca como uno de los más firmes combatientes y como uno de los mejores organizadores. También están Virgilio Lechón, Juan de Dios Quishpe, Benjamín Campúes y Marcelo Tarabata, todos participantes del anterior movimiento huelguístico y víctimas de la represión, como ya sabemos. Allí están, para probar su convicción y su entereza.
La lucha prosigue.
En el diario El Comercio ‒16 de agosto del mismo año de 1931‒ se dice:
Por noticias recibidas por el Ministro de Gobierno, se tiene conocimiento de que nuevamente se ha tratado de producir un movimiento de indígenas en Cayambe. Parece que se ha logrado reunir a quinientos indios, los que encabezados por el doctor Ricardo Paredes y el Senador Maldonado Estrada, han penetrado en la población de Cayambe. Los pobladores se han levantado en masa contra los indígenas y sus cabecillas, a quienes han obligado a poner los pies en polvorosa. Las autoridades para evitar una grave agresión, han intervenido y han puesto al doctor Paredes a buen seguro por medio de una escolta. El paradero del Senador Maldonado Estrada se ignora.[8]
Esto dice la prensa burguesa. No se trata sino de una concentración de indios reunida para protestar por los abusos de los terratenientes y reclamar por sus derechos. Es la escolta policial, con la ayuda de unos pocos sirvientes de los hacendados ‒no las masas como se dice‒ la que disuelve la manifestación indígena. El doctor Ricardo Paredes es simplemente apresado, pues los hombres de izquierda nunca han sido protegidos por la policía.
Mas el gobierno, al constatar que los métodos represivos para destruir el movimiento indígena no han dado los resultados esperados, sin abandonar estos en ningún momento, opta por utilizar otros más sutiles y engañosos, aparentemente encaminados al amparo del indio. A raíz de la disolución del Congreso de Cayambe se empieza a crear los llamados Comités de Defensa de la Raza Indígena, encargados dizque, según consta en una Circular del ministerio de Gobierno dirigida a los gobernadores, de velar porque no se usurpen sus tierras y se respeten los huasipungos que tienen en las haciendas, investigar si los salarios corresponden a los servicios prestados e impedir que se ocupe a sus mujeres y niños en servicios gratuitos, entre otras disposiciones en la letra plausibles.[9] El engaño se encuentra en el hecho de que tales Comités están constituidos por el jefe político, un representante de los hacendados y otro de los indígenas designados por el ministerio a petición del gobernador de la provincia, el párroco y el director de la escuela central de la localidad, es decir que son conformados por una mayoría contraria totalmente a los intereses del indio, que de ningún modo puede cumplir ni poner en práctica las medidas descritas, sino más bien propender a lo contrario. Dependientes directos del gobierno, al cual tienen que informar mensualmente sobre el estado de los indios y los conflictos que se susciten entre ellos y los propietarios, no son otra cosa que organismos de control y espionaje. Felizmente su actividad es nula, debido principalmente a la hostilidad de los indígenas que enseguida comprenden sus verdaderos fines, y pronto pasan a mejor vida.
[1] Tomado de: I) Oswaldo Albornoz Peralta, Dolores Cacuango y las luchas indígenas de Cayambe, Guayaquil, Ed. Claridad, 1975, pp. 21-30; II) Oswaldo Albornoz Peralta, Jesús Gualavisí y las luchas indígenas en el Ecuador, en Los comunistas en la historia nacional, Varios autores, Guayaquil, Ed. Claridad, 1987, pp. 170-175.
[2] El presidente es Isidro Ayora y su ministro es Luis Larrea Alba.
[3] Solicitud presentada al Senado en 1931. Archivo del Poder Legislativo.
[4] VV. AA., Ecuador: cambios en el agro serrano, Flacso / Ceplaes, Quito, 1980.
[5] Solicitud presentada al Senado en 1931.
[6] Informe del Ministerio de Gobierno y Previsión Social a la Nación. 1930-1931.
[7] Ídem.
[8] El Comercio, Quito, 16 de agosto de 1931.
[9] Informe del Ministerio de Gobierno 1930-1931.