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La democracia exige y requiere, para su mantenimiento, la imposibilidad de lo colectivo


Nos conmina a la máxima lacaniana de que hace obligatorio lo que no está prohibido. Nos insta al paroxismo individualista de una libertad sin fronteras, que precisa el exterminio del margen o del límite, y que nos sitúa en la sacralización permanente, de los derechos particulares, en nombre de un todos o de una generalidad que diluye, que perfora o finiquita la concreción de la misma. La democracia, se lleva puesta, o liquida, lo real, y se entroniza en el significante simbólico de lo deseable, de allí, que a decir de Derrida, sólo sea posible en un por venir, por fuera, o en su ipseidad, de la dimensión témporo-espacial.

Nunca arribaremos a tal destino, como la graficaba poéticamente Augusto Roa Bastos (“La democracia es una costa de la que nos alejamos, a medida que nos acercamos a ella”), como tampoco llegará tal tiempo en donde se nos alumbre, o se nos haga posible, el habitarla, en la medida que nos promete, sus románticos cantos de sirena.

La democracia, se alimenta de la supresión del otro, en cuanto, a la imposibilidad de que lo asimilemos y que podamos conformar un todos, o un nosotros, a sabiendas de esto mismo, reproduce y multiplica las, posibilidades, supuestas, de cada uno de los que se crean o sientan, habitantes de un espacio democrático, para desandar, todos y cada uno de los derechos individuales que le asistan, que necesiten o que simplemente deseen.

Esta es la razón, por la cuál, la democracia, en la astucia demoníaca, de hacernos creer que es el poder en el pueblo, vía o mediante representantes o representación, legítima o legitimada, se constituye en la forma más absoluta y totalitaria, que supo producir el ser humano, al menos en los últimos doscientos años.

Brinda la atrapante y seductora sensación, narcótica, de que cada uno de la que la componen, lleva dentro de sí, por el simple hecho de habitarla, el sublime derecho, a que sus consideraciones, sean tan válidas como la de los demás. En esta suerte de “babelismo” de deseos, expresiones y exclamaciones, forja su coerción normativa, alumbrando el electoralismo que acendra el principio furtivo. La democracia, es una pena de muerte de lo colectivo, aprobada por mayoría popular, votada en cámara de representantes y validada en los tribunales, ad hoc, que instauran el republicanismo que brinda, el veneno, con el que narcotiza a sus habitantes o ciudadanos; la supuesta posibilidad de todos y cada uno de ellos, que puedan hacer oír, exclamar y peticionar su consideraciones, más allá de que estás lleguen a algún lugar que no sea el vano éter, la plaza, vacía e indiferente, que es en verdad el cementerio de lo colectivo y por en de lo público, en su sentido lato.

Obligados a creer en la igualdad que santifica, multiplica la mismidad, engulle la diferencia, al proclamarla, al hacer de cuenta que la defiende, la deja libre, a precio y regla de un mercado, en donde siempre manda y mandará no el que más tenga, sino el que tiene, que es el propio mercado, o el sistema.

Aquí esta su trampa, obliga lo que no prohíbe, entonces, a fin de cuentas, todos terminan creyendo posible lo imposible.

La democracia, crea o recrea al sujeto político, lo empodera, falsamente, pidiéndole a cambio que abandone la posibilidad de la concreción de lo colectivo, la construcción de lo público.

Nadie en democracia, podría sentirse impelido, o incluso necesitado, a pugnar por algo que no le afecte, que no le competa.

La democracia, invade lo íntimo, destituye al sujeto, desde su esencia, lo deja huero y en simples formas, lo desnuda, quitándole el deseo, de que sea algo más que la mera expresión de los instintos más bajos, de un hombre, ya reducido, a su expresión liminar de un animal famélico y en celo.

La democracia, en esta versión salvaje, se reproduce, en todos y cada uno de sus integrantes autómatas, que tienen como único objetivo, el acumular bienes, productos y servicios, que sacien el hambre y la sed, para sin preguntarse, repetir una y otra vez, el ciclo tras generaciones.

La democracia es un producto, de la expresión más acabada del sujeto que no reconoce más que asimismo, haciendo creer que consensua o que converge diferencias entre iguales, no en su condición, sino entre sus deseos.

La democracia jamás se propondrá, eliminar o reducir la pobreza o la marginalidad, para ello, opera u orbita, en algunos, que individualmente pueden salir de ella, como excepciones que confirman la regla.

La regla, palabras más, palabras menos, como referimos en el título, es básica, sencilla y contundente.

La democracia es lo otro de lo colectivo, es la consecución paroxística del individualismo.

Esta es la razón por la cuál, se han disuelto los partidos como reservorios de ideas, es la razón por la cuál, las políticas, se reducen a los políticos y es en definitiva el latrocinio mayor al que no somete.

La democracia no devela, no revela, ni mucho menos, pone a consideración electoral, en nombre de las libertades que dice avalar, defender y promover, sí es que los seres humanos, queremos, deseamos o pretendemos, el imperio de lo individual para que nos amputemos la posibilidad de construir, o reconstruir lo público o lo colectivo.

La democracia sienta bien, porque no exige ni demanda, pensamientos, reflexión, ni sacrificios, solamente, brinda la sensación placentera como falsa de que todo será posible con tan sólo invocarla.

En esta dimensión dogmática, performativa, la democracia es ley no escrita, porque proviene de un costado de nuestras entrañas, del mismo lugar del que la deidad se sirvió para crearnos, por más que creamos o no en tal fábula, para demostrarnos que somos débiles, sobre todo en las elecciones, que como aquella primigenia, han sido, son y serán, patrañas.

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