Pensar la muerte // La paradoja del Covid-19
Pensar la muerte
Una de las tantas definiciones que le caben a la filosofía, es precisamente el accionar de razonar, reflexionar, pensar acerca, sobre y a partir de la muerte, no como posibilidad sino como hecho consumado, determinado, e inevitable. Desde manifestaciones acabadas, de autores como Albert Camus, en el mito de Sísifo con “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, y ese es el suicidio" o con la máxima de Martín Heidegger con “El hombre es un ser para la muerte”, pasando por la mayoría de los autores, desde los clásicos hasta los contemporáneos, que incluyen la temática de la finitud como un eslabón ineludible de la elección de la actitud filosófica, la historia del hombre mayoritario, es precisamente, la de escapar, eludir y evadir este mandato, condicionamiento u obligación que viene dada con la vida misma. Una de las reacciones, más lógicas o naturales, es la de ser atrapado por la angustia, ante la obligaroriedad de que tratemos un aspecto del que no decidimos hacerlo en tal momento (por esto es que se habla de la elección de la actitud filosófica, y de los pocos que llevan a cabo tal elección como forma de vida). Tratar la angustia, ya es un escape ante el presidio, o la condena que significa pensar la muerte. La angustia, por ende, es liberadora. La angustia, luego puede ser, tratada como sublimación, sea en un accionar artístico o creativo, en el peor de los casos, la angustia es analizada, o canalizada por el psicoanálisis y sus diversas ramas, que ofrecerán al sujeto otro paisaje, otra senda en el bosque del que tenía, previamente, el paisaje de la muerte y el pensamiento de tal, como única vía o alternativa.
La enfermedad, además de la ausencia de salud, carga con el condicionamiento que nos hace pensar en la escala subsiguiente, que es propiamente, ponernos frente a la muerte. Esta es la principal consecuencia negativa que acarrea el hecho de enfermar, que sí no regresamos a la condición de sanos, estaremos más próximos a lo que no queremos pensar.
Precisamente, la aceleración en que hemos caído desde nuestra condición humana, en la alocada carrera, para dispararle a nuestra finitud y (no) pensar la misma, tiene que ver, razón intrumental o tecnología mediante, con todo aquello que postergue, que suspenda, o evite el pensarnos, en el sentido o la forma existencial, es decir desde nuestras bases mismas de lo que somos y de lo que dejaremos de ser, indefectiblemente.
Automatizados al punto de suplantar la inteligencia, por la artificial, todo aquello que nos brinde, la sensación de estar protegidos ante nuestras carencias naturales, lo transformamos en el elixir moderno que nos hace soportable y por ende no pensable, la vida y la muerte.
Adictos a todo aquello que nos aleje del pensar, vamos transformando la noción y el sentido mismo de lo humano y de la humanidad.
Seguramente, y este es lo que no toleramos, lo que nos abruma y enloquece, desapareceremos en la experiencia existencial y para ello, arbitramos lo político, como la forma de administrar la angustia que como reacción, naturalmente ofrecemos ante el desconcierto que nos propone y ofrece, ineluctablemente, la muerte.
Claro que a decir de Michael Foucault “Il n’y a pas de politique qui ne soit pas une politique des corps” (no hay política que no sea una política de los cuerpos) y como expresamos, los cuerpos, por más que no lo asumamos, mueren.
El último acto revolucionario, para no decir el único, tiene que tener estricta relación con pensar la muerte.
La idea omnisciente y no pensada, nos propone el evitarla como vínculo y relación que nos suprime en nuestro rol humanitario.
Vivir la vida como un escape permanente, para que el cuerpo no se angustie o enferme, es la carrera vertiginosa y sin escalas que nos lleva al frontón totalitario, que desaparezcamos como especie, con la atribución del pensamiento, con la herramienta a mano y con el corazón caliente, como para afrontar nuestro destino, como arrojo, como excusa, como conjetura, como posibilidad, es lo que nos hará libres, en un instánte y para siempre.
La muerte no tiene relación expresa con lo político, ni sistema, por que no se la piensa desde su naturaleza, o porque subyace a la experiencia, está presente detrás de lo no expresado, como lo deseado siempre. La política no es más que la administración de la muerte, de todos y cada uno de los que formamos parte de una comunidad específica y determinada. La muerte no tiene prensa, ni se comunica, dado que es evidente, y al no estar pensada, existen pocas palabras, formas o maneras, como para tratarla.
El pensar no puede ser apresado por vocablos, por giros literarios, por expresiones más o menos coherentes. Pensar tampoco es atribución ni de ideas, conceptos, originados u originarios, de lo filosófico como patrón, dictador o significante amo.
Pensar es todo lo que a vos, a mí y a todos nos despierte, de creer esta vida como un sueño rosa, dorado o celeste, transformado en pesadilla, por no querer hacernos cargo de que morir es condición necesaria y suficiente para que seamos humanos de una vez y para siempre.
La paradoja del Covid-19
sí como el físico y filósofo E. Schrödinger, afamado por la paradoja de su gato, en donde demuestra, para explicar el mundo cuántico, que otro ser puede estar vivo o muerto al mismo tiempo, de acuerdo o merced, al que lo mira y lo ve, y desde allí se determina su condición existencial y existenciaria (es decir sí continúa o no viviendo) y no antes (cuando de acuerdo al austríaco, las dos formas podrían convivir en multiversos paralelos, vía superposiciones) el despliegue sin parangón de la pandemia que se empeña en atacar a los privilegios del sistema, precisa de atemorizar al vulgo o la plebe, mantenerla encerrada en sus propios hogares, para que no se contagien, pero en verdad, para que tal contagio no complique la mayor posibilidad de sobrevida de los primeros.
Los pobres, marginales, excluidos y desplazados del sistema, los que permanecen aislados y son presos cotidianos de sus limitaciones y de sus carencias, a las que siquiera le pueden poner puertas o divisiones para encerrarse o delimitar un espacio propio o privado (no lo pueden hacer ni en sus casillas, habitáculos en donde conviven promiscuamente hacinados) no aspiran a mucho más que a sobrevivir. Despojados de casi todo, desguarnecidos en su condición, desnudos y a pelo ante la intemperie, o los fulmina el presente virus, el próximo o el anterior. Sin que sepan la máxima de aquello que “no los mata, los fortalece”, la intuyen y por ello seguirán, darwinianamente, adaptándose, instintivamente a los cambios y en el peor de los casos, jamás morirán ni cinco segundos antes de sus muertes.
Los que seguimos de cerca las cifras, de esta gripe que puede derivar en neumonía fatal, debemos sin embargo revisar sí estuvimos previamente en alguno de los países en los que el virus señoreó previamente, fortalecer la fe ante la deidad o la idea de ello, y no morir tantas veces, ante las informaciones, las suposiciones, las conjeturas y el terror que nos paraliza cuando damos cuenta que todo lo que habíamos construido, artificialmente, para precisamente no tener miedo o tener menos de ello, no nos termina garantizando, más que dudas e incertidumbre, en una larga noche de invierno, de la que, como nunca antes, dudamos ciertamente, de que pueda acabar, junto al amanecer, tan deseado, como inseparable de la ruindad, de una pesadilla.
Por supuesto qué al dolor, no lo podemos mitigar, lejos de querer convencer de que no lo padezca quién pudo perder un familiar, ser querido o conocido por esta pandemia, el aislamiento o la distancia con el otro, de la única manera que se rompe, quiebra o vulnera, es mediante, la palabra.
Transgredir la cura posible, que es distanciarse, ponerse en cuarentena, no tiene otro fin, que no sea el paradojal. Esta cura no nos basta, ni tampoco nos puede bastar. Nos acostumbramos al resultado, a la pastilla, a lo sumo, a la prevención, a la vacuna, al préstamo y al valor de intercambio de la acción atesorada, de las leyes de mercado. De esas que hoy, cotizan poco porque no tienen en stock un respirador. Mutilado el futuro, de los viajes en crucero o avión, el turismo como edén y a la pobreza como infierno y disvalor, reina la peste como el pulmotor del cuerpo político y la cura democrática.
La afección al no distinguir ningún sistema inmune de otro, se constituye en un virus democrático.
Todos lo podemos tener y en esto radica el horror. Imaginémos sí en clave política, los que manejan los recursos públicos, creyeran que cualquiera lo puede hacer (el principio supuesto de lo democrático) caerían en pánico y con ellos, medios de comunicación mediante, todos y cada uno de los expectantes y espectadores que somos parte de lo mismo que en verdad no lo es (como la paradoja del gato del austríaco, en el mismo momento).
El no moverse poco, significa y representa, la pausa, la epojé, ante el sistema que desde lo micro (el virus) como desde lo macro (el sistema) pide, exige y demanda, reproducción al infinito, multiplicación ilimitada y en serie. No es de extrañar tampoco, que se empeñe y se lleve, a quiénes por edad y salud no pueden seguir produciendo, como una suerte de descarte, de aquello que no le sirve para su omnívoda y omnisciente lógica.
A los que la desgarradura nos interpela (de la que provenimos por otra parte), a los que no estamos preparados para lo incierto, a los que creímos en las bondades del mercado (siempre en retirada) en el paraíso de las vacaciones con seguro médico, la tos del otro de enfrente, nos sentencia a muerte, a diferencia del terrorista y sus bombas, del represor y sus arbitrariedades, ese otro que no sabe (que esta enfermo) que tal vez nos quiere, en su inocencia insolente, se convierte, como el gato del físico, en víctima o victimario, dado que podemos ser nosotros, quiénes le estemos infectando al sano que creíamos o sentíamos enfermo.
Y aquí viene la preocupación por el pobre, que llamamos acto solidario, el responsabilizarle que su no lavado de manos o su no restricción de salida, lo expone a muerte, a nosotros como a ellos, en el gran espacio democrático, que la enfermedad, por ello pandemia, a generado en los campos de un invierno perpetuo.
Somos más responsable, pero no lo reconocemos, salvo que venga un tercero (el virus) y con sus acciones nos diga, quiénes ponen más muertos (esta sería la lógica de la guerra con la que se declararon la mayoría de los jefes de estado de occidente) nosotros que nos creíamos dueños de las acciones, de las vacunas, de los respiradores y medicamentos, o ellos que nunca tuvieron otra chance o expectativa que seguir sobreviviendo y que ahora tienen una posibilidad única de ser iguales ante la muerte, la que cruelmente siquiera nos da tiempo que nos despidan o duelen.
No estamos ni sanos ni enfermos, el día que entendamos lo que significa ser humanos, ya nos habremos ido de este plano, y con ello el resto de las especies, tendrán seguramente, un mundo más a tono y acabado, en el caso de que convivamos en multiversos superpuestos, seguramente la mayor cantidad de posibilidades y probabilidades de otras realidades, nos tendrán en una versión, algo más integrada, sentida y valorada, de lo que se siente y significa, disfrutar de una noche de invierno, sin tener que preocuparnos por tener para la cena o de contagiarnos un resfriado.