José Peralta, luchador indoblegable del liberalismo radical[1]
Todo hombre tiene cualidades específicas ‒buenas o malas‒ que marcan su personalidad en forma indeleble, permanente. Una de ellas, y muy sobresaliente, es en José Peralta, el gran ideólogo liberal, el de luchador tenaz e indoblegable, a quién no arredran los obstáculos ni peligros que entraña todo combate.
Y esto desde un principio. Desde cuando junto a una valiente pléyade de jóvenes inicia su lucha por la difusión de las ideas liberales en la beatífica ciudad de Cuenca, donde hasta entonces todo era paz de égloga, donde la antítesis, la contradicción casi no se conoce: la voz del clero es la única voz, única y verdadera. No tiene lugar en la sociedad el opositor, el que no está de acuerdo con la ortodoxia clerical.
Los jóvenes que rompen el silencio, entonces, bien merecen el nombre de valientes. En las páginas de sus Memorias Políticas Peralta ha estampado sus nombres al lado de sus sacrificios. Son, entre algunos otros, Gabriel Ullauri, Rafael Torres, Luis Vega Garrido, Pablo Chica Cortázar, Manuel J. Calle, José Félix Valdivieso, Federico Malo y Agustín Peralta. Pocos pero aguerridos. El medio en que actúan exige esa contextura.
El principal instrumento para cumplir el cometido del grupo liberal, y posiblemente el único a su alcance, es el periódico, la hoja impresa que en raudo vuelo traslada a las mentes las ideas. Y de este instrumento, que resulta arma afilada, se sirven con constancia y a porfía.
Peralta, así, se convierte en campeón del periodismo ideológico y de combate. Funda varios periódicos que no duran largo tiempo, porque uno tras otro, sin excepción ninguna, son prohibidos por las autoridades eclesiásticas que consideran campo vedado la libre emisión del pensamiento. El obispo León, en auto del 17 de abril de 1889, prohíbe los periódicos La Libertad, La Verdad y La Razón, bajo pena de excomunión. Y no solo esto. El buen obispo, prejuzgando lo que pudiere publicarse en el futuro, prohíbe “bajo la misma pena, la conservación, lectura o divulgación de todo impreso que saliere en adelante de la imprenta de La Linterna”.[2] Y el obispo Masiá y Vidiella de Loja, va más allá todavía: excomulga no sólo a los autores de los artículos, sino también a los impresores, a los dueños de las imprentas, y a los dueños de las casas donde éstas se hallan.
Dijimos el buen obispo, refiriéndonos a León. Y su bondad ‒santidad llama Peralta‒ es efectiva. Rara cosa: es un obispo dual, de dos lados contrapuestos. Al lado de su fanatismo político está su condena a las injusticias sociales y su amor por los humildes. En el Congreso de 1880 se opone a que se impongan nuevas cargas al indio y manifiesta indignado que “su salario es menos de lo que se gasta en mantener un asno”.[3] Suprime el oneroso cargo de pendonero y ordena que a los pobres se los case gratuitamente y que no se cobre estipendio alguno por funerales y sepultura.
Esta elevada actitud del obispo provoca el furor de clérigos y beatos que consiguen del Romano Pontífice la suspensión de sus funciones episcopales acusándole de locura y mala conducta. Peralta, cuando los liberales llegan al poder, quiere reparar esa injusticia, pero la muerte del manso prelado suspende ese legítimo desagravio. El gobierno de Alfaro tiene que sufragar los gastos de su entierro, pues, generoso y caritativo como pocos, fallece en la pobreza. De vivir hoy, es seguro que deshaciéndose de su intransigencia política, estaría al lado de esos sacerdotes que desafiando represalias combaten por una sociedad más justa.
Otros periódicos de Peralta ‒La Linterna, La Época, El Constitucional‒ son asimismo censurados y fulminados con el anatema. No hay impreso suyo que no sea perseguido y condenado.
Empero, la persecución y la condena no provienen solamente de los hombres de sotana. En saña y maña, rivalizan con ellos las autoridades conservadoras lugareñas, que se esmeran en amargar la vida del proscrito. Confinamientos, instauración de juicios criminales, prisiones por doquier, son los métodos empleados; sin que falte tampoco la emboscada aleve para acabar con la existencia de enemigo tan pertinaz y recio. Ni siquiera el triunfo de la revolución liberal pone fin a las asechanzas. Durante el levantamiento del coronel Vega ‒1896‒, apresado y engrillado como delincuente, una vez más, Peralta está a punto de perder la vida.
Pero quizás la vida no valga tanto como la honra. Y contra ella se atenta con tozuda constancia. La fea sierpe de la calumnia, la escamosa sierpe del insulto, reptan siempre alrededor de su persona. Pasquino golpea su puerta con perseverancia digna de mejor causa. Algunos curas y algunos liderillos curuchupas, en sucio contubernio, escriben asquerosos pasquines como El Diablo, sobre el cual Andrade Chiriboga dice lo siguiente: “Cobarde manifestación de un grupo que, sintiéndose incapaz de enfrentarse con Peralta, para herirle se recata tras las barbas de pasquino. El Diablo, puede estar bien escrito, pero será siempre una prueba con que ejercitaban los más destacados sacerdotes del Seminario y dirigentes del conservatismo, la caridad cristiana”.[4]
Elegido diputado a la Asamblea Nacional de 1896‒97, para consolidar la revolución triunfante, propone el inmediato establecimiento de los principios liberales básicos, distinguiéndose especialmente en la batalla librada para conquistar las libertades de conciencia y cultos. Por desgracia, no consigue del todo su propósito, pues en este tópico ‒¡quién lo creyera! ‒ se encuentra con la oposición de gran parte de sus mismos correligionarios que las consideran prematuras y optan por el punto medio. Son partidarios del paso corto, que ellos llaman prudencia.
Tampoco puede olvidar las aspiraciones más sentidas de las masas populares, siempre expoliadas por los poderosos, al margen siempre de todo beneficio. Ya antes de la revolución, en su trabajo titulado Pobre pueblo, había mirado su miseria y se había adentrado en sus dolores. El olvido, el silencio no eran posibles.
El indio es objeto principal de sus afanes reivindicativos. Apoyando a Moncayo ‒el autor del gran cuadro de dolor que es El concertaje de indios‒ denuncia con vigor la servidumbre en que se le ha mantenido desde los dolorosos días de la conquista. Denuncia el mísero salario que percibe y el despojo de su propiedad: es decir ‒expresa‒ le hemos privado al indio de todos los elementos para mejorar su suerte. Plantea, por esto, su derecho a la tierra que trabaja.
Más tarde, en sus trabajos escritos, con páginas sentidas, prosigue su defensa del pueblo indio. En su libro El régimen liberal y el régimen conservador juzgados por sus obras, protesta contra el ignominioso concertaje, manifestando que ni la muerte puede liberar al concierto de su férula, puesto que sus hijos, herederos de su deuda, son también herederos de su servidumbre. Y en El problema obrero, propugnando una reforma agraria y calificando al latifundio de atentado contra la naturaleza, aboga porque los bienes de manos muertas pasen a su poder. Quiere que sirvan de alivio a su miseria. Que sean bálsamo para sus sufrimientos.
Igual sucede con la clase obrera, a la cual, asimismo, dedica gran atención en todo momento. Piensa que ellos ‒hombres nuevos los llama‒ “son lo únicos que elevarán a la república a la altura de la civilización moderna”.[5] En el artículo La regeneración manifiesta que en sus “venas circula la democracia en forma de savia roja, vivificante, ígnea”,[6] y les llama a declarar la guerra al abuso y “a los esquilmadores del proletario”. Propugna una mejor distribución de la riqueza y condena “la inmisericorde ambición del capitalista” que se enriquece con el sudor de su trabajo. Exige, finalmente, la promulgación de leyes que recojan sus aspiraciones y mejoren su suerte.
Y cuando ocurre la masacre del 15 de noviembre de 1922 ‒cuando el río Guayas arrastra, luctuoso, las humildes cruces proletarias‒ no falta su voz de protesta: “Y en la misma ciudad de Guayaquil, baluarte de las libertades pъblicas ‒dice‒ el pueblo fue asesinado de manera infame y cobarde, sin respetar niños ni mujeres, porque solicitaban pan y trabajo”.[7]
Otro campo de combate donde Peralta actúa con singular denuedo es en la defensa de nuestros derechos territoriales y de la soberanía nacional.
Estos son sus principales estudios dedicados a este importante tema:
¿Ineptitud o traición? (1904)
La venta del territorio y los peculados (1906)
Compte Rendu (1920)
Para la historia (1920)
Una plumada más sobre el Protocolo Ponce-Castro Oyanguren (1924)
Breve exposición histórico-jurídica de nuestra controversia de límites con el Perú (1925)
Por la verdad y la patria (1928)
Aquí, en estas fuentes, está su candente acusación contra los intentos de enajenar el territorio patrio y su enfrentamiento reiterado con diplomáticos equivocados o desaprensivos. Está su rotunda oposición a esta diplomacia secreta que cubre con el velo del sigilo los atentados contra los intereses nacionales. Está, sobre todo, la demostración erudita de nuestros derechos amazónicos y su parecer ‒parecer inamovible‒ de que toda solución limítrofe sea a base de una salida soberana al gran río.
1910. En esta ocasión, como canciller de la república, tiene que afrontar un conflicto internacional que nos pone al borde de la guerra e impedir la expedición de un laudo arbitral contrario a toda equidad y justicia. Y, gracias al apoyo popular y a la firmeza del gobierno alfarista, sale avante de este difícil lance. “Con Peralta ‒dice el escritor azuayo Luis Monsalve Pozo‒ la Patria quedó intacta y sin heridas”.[8]
Los pueblos latinoamericanos han sido víctimas siempre de la agresión imperialista. Las ofensas han sido constantes, y su suelo, inclusive ha sido hollado por sucias botas de marines. Y contra esto, porque guardar silencio hubiera sido cobardía, se alzaron las voces más límpidas del continente, a la vez que las más firmes y potentes. Son las voces de Martí, de Ingenieros, de Ugarte y de Mariátegui. Y a esas voces esclarecidas une Peralta la suya en La esclavitud de la América Latina, valiosa y solidaria contribución para la defensa de la soberanía de nuestros pueblos, para la lucha contra el enemigo todopoderoso.
Ni su alejamiento del poder después de la asonada de agosto de 1911 pone fin a su ímpetu combativo. Es que no faltan causas y objetivos. Son blancos de su ataque ‒por ejemplo‒ los responsables de los crímenes de El Ejido. Igual los gobiernos que se erigen sobre la sangre allí derramada y que pactan con el conservadorismo. Y así, sin descanso, hasta el final mismo de sus días.
Por lo que significa para la revolución alfarista, el nombre de Peralta no puede ser olvidado. Él es forjador de sus principales conquistas.
Dice el gran escritor Jorge Carrera Andrade: “Peralta, campeón de la polémica política y discípulo de Montalvo. Hombre de ciencia, investigador de los grandes problemas sociales, internacionalista insigne, maestro de juristas, Peralta fue una de las figuras más notables de la revolución liberal”.[9]
Quien es todo esto, no debe ser olvidado.
[1] Tomado de Oswaldo Albornoz Peralta, Páginas de la historia ecuatoriana, t. II, Editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín Carrión”, Quito, 2007, pp. 101-107.
[2] Varios autores, Visión actual de José Peralta, Fundación Friedrich Naumann, Quito, 1989, p. 227.
[3] Luis Robalino Dávila, Orígenes del Ecuador de Hoy, vol. V, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1966, p.48.
[4] Alfonso Andrade Chiriboga, Hemeroteca Azuaya, t. II, Cuenca, 1950, p. 168.
[5] José Peralta, “¡Pobre Pueblo!”, en Años de Lucha, t. I, Editorial Amazonas, Cuenca, 1974, p. 139.
[6] José Peralta, “La Regeneración”, en Años de Lucha, t. I, p. 111.
[7] “¡Pobre pueblo!”, op. cit, p. 150.
[8] Luis Monsalve Pozo, La patria y un hombre (Historia de un pueblo y exégesis de un guía), Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Azuay, Cuenca, 1961, p. 125.
[9] Jorge Carrera Andrade, Galería de místicos y de insurgentes, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1959, p. 141.