Pinocho mentía para hacerle más llevadero el trabajo a Gepeto // La muerte del flâneur
Pinocho mentía para hacerle más llevadero el trabajo a Gepeto
Tal como nos lo enseñaron, el cuento infantil alecciona acerca de la verdad y del costo de la mentira. A instancias de Manuel Pérez Pétit, en adelante “El profesor”, dentro de la historia, anida sin embargo, una lectura mucho más versátil, inclusiva y solidaria. El muñeco de madera, privado de humanidad, por tanto de maldad, miente, caracterizada esta acción negativamente por su creador humano, en verdad, por el loable, destacable e inconmensurable gesto de que la nariz le siguiera creciendo, para que ese hombre que lo había creado, de oficio carpintero, tuviera en su nariz, materia prima interminable, accesible y a mano. La perspectiva, apofántica de lo humano, además de perderse tamaña lección de amor, la pervierte, y la convierte, en una narración para infundir temor, a los más pequeños, para que “la verdad” sólo sea una, la que está en manos de los adultos, como sinónimo de los poderosos, de los que tienen autoridad, nada más que por el simple y penoso hecho de reclamarla e imponerla primero.
Desde inmemoriales tiempos, ciertos duendes que se escapan de la cosificación de lo humano, nos cantan a gritos, que existen otras manifestaciones, que cursan otras lógicas, otros senderos, otras habitualidades, otros fonemas, otros sintagmas, pero que tienen que ver con lo mismo, con parte de lo que somos o de lo que nos falta ser.
Sacralizar, por temor a que las posiciones sean varias, divergentes y diferentes, lo único, lo absoluto, o esa verdad presurizada, encerrada, subsumida en normas rígidas como inexpresivas, inconducentes y destinadas a llevar a la automatización de lo humano, es el acto más trágico que se pueda cometer en nombre de los mejores deseos o las más bellas intenciones.
Es una obligación moral, para los que comunicamos, que en los tiempos de la llamada “infomedia” en donde se ha establecido como mal mayor, el desatino del concepto de “fake news”, dejemos por sentado nuestra perspectiva, desde nuestras voces que nos habitan en honor a la intertextualidad, tanto teórica, como práctica, de los rincones desolados por la marginalidad y la pobreza, a los que la “verdad blanca, verdad oficial o verdad de mercado”, viene condenando a millones de seres humanos y que mediante el establecer, nuevamente, la imposición de una nueva regla en el ámbito comunicacional, criminalice la expresión, pulverizando la garantía al supuesto derecho a la misma.
Jean Paul Sartre arrastró como condena, o doble condena, su condición de humano y de intelectual, por ello, no pudo desprenderse ni en sus obras literarias (como las teatrales) del tratamiento de la libertad, entendida como responsabilidad, sin que pudiera acudirse a dioses o religión como excusa o refugio. Sartre, sin ánimo de que nadie se pierda de poder indagar en sus obras sin intérpretes, en la pieza teatral “Nekrasov” nos dibuja un escenario al menos curioso; como en los tiempos actuales, en donde el peso de la institucionalidad, parece pender de un programa periodístico de domingo, una marcha de protesta, reflejada con mayor o menor intensidad o el curso y decurso de acciones calificadas como “golpes mediáticos”. Al menos nos merecemos la referencia, para darnos cuenta, que desde un tiempo a cierta parte, la humanidad y sus ramificaciones no somos más que repeticiones, con variantes muy sutiles de lo ya ocurrido, escrito, pensado y sucedido.
El punto en cuestión es el valor, no de lo que se transmite en un medio de comunicación, sino lo que el comunicador, pone en juego al comunicar, su valor, no de verdad, sino de interés y como ello termina como resultante de la comunicación. En Sartre, esto es mucho más complejo de lo que acabamos de plantear, igualmente asumimos el desafío de tratar de decirlo más clara o gráficamente sin “lavar” la idea central o desnaturalizarla. En la alegoía de Pinocho el punto está más que claro.
En relación a un supuesto valor que habitan o comunican, lo mismo es la situación de quiénes a sabiendas que van a transmitir algo que no es cierto, pero lo hacen por privilegiar un incentivo económico o material. Hablamos que es lo mismo, no desde la perspectiva ética (que obviamente es diferente al caso anterior) sino al valor de verdad, pues están comunicando algo que no es cierto, con la diferencia, al caso anterior, que lo saben, por tanto hasta se podría decir que actúan con la honestidad de tener en claro que mienten, porque priorizan una cuestión monetaria, sectorial o lo que fuere. Algunos hablan que se trata de la soberbia del que sabe, a diferencia de la tontería del que ignora y que puede ser arriado, este se hace capitán de su barco pirata y comercializa esa sapiencia, bajo una escalada de valores totalmente cuestionable pero propia. No son difíciles encontrar los ejemplos de quiénes arribaron por ejemplo a posiciones de poder diciendo que mentían al prometer o en la campaña, dado que sí hablaban con esa verdad que sabían, nadie los iba a apoyar o acompañar-
Queríamos consignar esto mismo, bajo la referencia de la obra de Sartre (más que nada porque escribió la pieza teatral casi hace 60 años…) porque, por más que muchos se empecinen en ver la realidad, como un combate entre dos sectores, dos polos, dos colores, dos posiciones, lamentablemente, la vida y por sobre todo, el razonamiento del hombre, es un poquitito más complejo que esa lógica binaria que sería tan propicia para los que alientan esa estupidez tan inhumana y alejada de la esencia del ser.
«En el discurso, los actos de habla pueden ser conectados con los marcos, con lo que a su vez podemos observar las estructuras culturales que ellos denotan. En este sentido, tenemos secuencias de actos de habla típicas, es decir, nuestras estrategias para cumplir nuestras metas dependen de la cultura. La interpretación de los actos de habla también es cultural, puesto que nuestro conocimiento del mundo depende de nuestros marcos culturales (recordemos que el discurso es tanto una forma del uso del lenguaje, como una forma de interacción social). Así también conocemos cuáles son las reglas de interpretación de los actos de habla en general, es decir, poseemos un conocimiento de lo que es necesario y posible en el mundo real para que la comunicación sea exitosa.
Podemos ver en la cotidianeidad que las ideologías son reproducidas en el discurso y la comunicación, incluyendo mensajes semióticos no verbales, como dibujos, fotografías y películas. Su reproducción está frecuentemente enclavada en contextos organizacionales e institucionales. Sin embargo, entre las muchas formas de reproducción e interacción, el discurso juega un rol prominente en la formulación y la comunicación persuasiva de proposiciones ideológicas
Podemos ver que una variedad de estructuras discursivas y estrategias pueden ser usadas para expresar creencias ideológicas y las opiniones sociales y personales que derivan de ellas. La estrategia de conjunto de toda ideología, parece ser la auto-presentación positiva y la presentación negativa de los otros. Esto también implica varios movimientos para mitigar, esconder o negar nuestras propiedades o actos negativos y los buenos de ellos. Los actos negativos de los otros pueden ser enfatizados con hipérboles, descripciones concretas y detalladas, advertencias y escenarios condenatorios que produzcan miedo. Las generalizaciones permiten a los escritores ir de eventos y personas concretas a afirmaciones más abarcadoras y así más persuasivas acerca de otros grupos o categorías de personas. Por ejemplo, comparaciones con grandes villanos, o males reconocidos, tales como Hitler o el holocausto, o el comunismo, es una forma retórica eficiente para enfatizar lo malos que son los otros» (Teun Van Dijk en Meersohn, C. 2005)
Podríamos pedir disculpas por una cita tan larga, sentimos en verdad que estamos compartiendo de lo mejor que podemos, una síntesis de un notable que camina nuestras calles desentrañando los secretos del ser que anidan en el lenguaje, ese mismo que aquí como decíamos, y ahora, apadrinados por Teun Van Dijk, jocosamente derrapa acerca de las desventuras sexuales de un curita de barrio o de cualquier otra noticia de color que inunden nuestros medios de comunicación.
Lo más llamativo, o sea el proceso comunicacional en sí, sí se lo logra ver desnudo, es que todos (nosotros también lo hacemos) hablamos a partir de la propuesta comunicativa que nace como una nota de color la que surge desde lo arriba mencionado de un grupo de medios concentrados que son causa consecuencia de un círculo hegemónico y vicioso de noticias sin información.
«Si nadie puede renunciar a la libertad de pensar y de juzgar según su propio criterio, y si cada uno, por un derecho de naturaleza imposible de suprimir, es amo de sus propios pensamientos, de ello se deduce que en una comunidad política siempre tendrá un resultado desastroso el intento de obligar a los hombres que tienen opiniones diversas y contradictorias, a formular juicios y a expresarse en conformidad con lo que ha sido prescrito por la autoridad soberana... el fin de la organización política es la libertad» (Spinoza, B. 1997:217)
De allí que el protocolo es lo único real, lo único existente como terminalidad en la política, llevándose puesto conceptos como la verdad o la mentira que quizá puedan existir en los campos de la ética, de la filosofía o de todo los que usted prefiera, pero no en este. En el protocolo, todos tienen un lugar asignado, de acuerdo a lo que representan, en el caso de que exista el uso de la palabra, tanto el tiempo como el orden de los parlantes se encuentra predefinido de acuerdo al estándar de la institucionalidad imperante, las vestimentas, los gestos y hasta las miradas, en los actos protocolares, están pre moldeados, también los aplausos, los silencios, la respuesta del público, o mejor dicho de los que están afuera, a los que se los necesita para legitimar tal acto simbólico, pero al que se les dice como tienen que actuar ante la situación y el lugar del afuera al que parecería que están condenados (muchas veces mediante vallas u objetos que marcan a las claras esto mismo).
Lo pudimos ver y vivenciar, merced a la pandemia. Los protocolos se universalizaron en cuánto a detalles mínimos en casi todo el globo. Podríamos arriesgar que de habitar en democracias, pasamos a vivir en “protocolocracias”.
En este Estado político-protocolar en el que habitamos, bien podrían extenderse en el campo civil las jerarquías que en el mundillo militar se utilizan para definir las actividades y responsabilidades que a cada uno les compete, en vez de llamarnos cabos o tenientes, bien podríamos ser secretario, asesor, mano derecha; denominaciones que en vedad se usan en la informalidad, pero que bien podrían blanquearse a los efectos antes mencionados.
En caso de que existan o no acuerdos políticos, que los mismos nos resulten estrambóticos o revulsivos, protocolarmente nos será informado, en el grado de veracidad, que nos corresponda y si no nos gusta, las fronteras son muy amplias como para sentirnos encerrados o desprovistos de libertad como para irnos.
Finalmente como para no mostrar nuestro desapego a lo protocolar, y ubicarnos en lo que nos corresponde, solo citaremos la verdad y la mentira en su sentido estrictamente ético o filosófico, pero nunca en el campo político, en donde los señores que tienen en sus manos la verdad, legitimadas en las urnas, nos no han autorizado a hacerlo.
«Cuando alguien se equivoca acerca de lo que es objetivamente justo, puede actuar, pese a todo, de un modo subjetivamente justo; necesitamos, por consiguiente, otras dos nociones, a las que denominamos moral e inmoral. Un acto moral es virtuoso y merece elogio; un acto inmoral es pecaminoso y merece ser condenado. Hemos decidido que un acto moral es el que el agente habría juzgado justo tras un grado apropiado de reflexión sincera contando con que el grado apropiado de reflexión depende de la dificultad y la importancia de la decisión» (Bertrand, R. 1968:80)
A decir de Tzvetan Todorov:
«Que la libertad de expresión sea una necesidad parece claro cuando pensamos en el ciudadano aislado, maltratado por la administración, al que se le cierran todas las puertas y sólo le queda un recurso: hacer pública la injusticia de la que es víctima y darla a conocer, por ejemplo, a los lectores de un periódico. Pero estamos simplificando demasiado. Imaginemos que el discurso que aspira a la libertad de expresión es el del antisemita Drumont, o que tiene que ver con una propaganda odiosa, o que consista en difundir informaciones falsas. Pensemos también no en el individuo aislado, sino en un grupo mediático que posee cadenas de televisión, emisoras de radio y periódicos, y que puede decir por ello lo que quiera. Que escampen al control gubernamental es sin duda bueno, pero parece más dudoso que todo lo que hagan sea beneficioso. La libertad de expresión tiene sin duda su lugar entre los valores democráticos, pero cuesta ver cómo podría convertirse en un fundamento común. Exige la tolerancia total (nada de lo que decimos puede ser declarado intolerable), y por lo tanto el relativismo generalizado de todos los valores: “Reclamo el derecho a defender públicamente cualquier opinión y a despreciar cualquier ideal”. Ahora bien, toda sociedad necesita una base de valores compartidos. Sustituirlo por “tengo derecho a decir lo que me da la gana” no basta para fundamentar una vida en común. Es del todo evidente que el derecho a eludir determinadas reglas que no puede ser la única regla que organiza la vida de una colectividad. “Está prohibido prohibir” es una bonita frase, pero ninguna sociedad puede ajustarse a ella.» (Todorov, T. 2012:7)
El profesor, que adviertiera de la perversión que se comete con Pinocho y su falaz como temeraria enseñanza, debe su apodo, a que guarda un parecido físico con el protagonista de la serie “La casa de papel”. La historia que narra a un grupo de hombres y mujeres que ingresa a la casa en donde se imprimen billetes, papeles pintados que dicen que tienen tal valor, y del que nadie cuestiona ello, sin siquiera preguntar quiénes, cuánto y en relación a que los imprimen. Usaron máscaras para cubrirse el rostro, como las que usamos la mayoría de los habitantes de este globo en este momento, por temor, entre tantas cosas, a qué no abandonemos del todo la sana costumbre de preguntarnos y de cuestionarlo todo, porque el todo como verdad única y revelada, nunca ha existido, salvo como imposición normada y reglada para que unos manden y otros obedezcan. Eso sí, esto no significa que existan otras historias, otros medios, que incluso son más entretenidos, versátiles y dignos de nuestra condición humana, que de esta manera, no se pierde, ni desnaturaliza del todo ni mucho menos en nombre de una verdad impostada.
Bibliografía
Spinoza, B. (1997). Tratado teológico-político. (trad. Atilano Domínguez) Barcelona: Ediciones Altaya S.A. pp.217
Meersohn, C. (2005). «El Camino Teórico» Introducción a Teun Van Dijk: Análisis del discurso [en línea]. Chile: Cinta de Moebio. Consultado el 21 de agosto de 2014 en <http://www.facso.uchile.cl/publicaciones/moebio/24/meersohn.htm>
Todorov, T. (2012). Los enemigos íntimos de la democracia. (trad. Noemí Sobregués) Barcelona: Galaxia Gutenberg, pp. 7
Bertrand, R. (1968) Ensayos filosóficos. Madrid: Alianza Editorial. pp. 80
La muerte del flâneur
El sujeto histórico de la revolución industrial, dado por desaparecido por la llegada de la sociedad de consumo, fallece finalmente mucho tiempo después, de su momento de apogeo, cuando las plumas de Baudelaire y Benjamin, sobretodo, entronizaron al estereotipo del occidental, cómo el explorador diletante, el buscador callejero, el caminador en tren de esa verdad por fuera, asentada en los recovecos de lo externo.
Así como el valor, no cotizaba exclusivamente en el patrimonio del trabajo, en el excedente de la transacción, el sistema exhibía con desparpajo e impudicia, que mientras más se acumulaba, diversificándolo en capitales simbólicos, más feliz se podría ser, independientemente sí tal sentimiento o sensación se correspondiese con lo que pudiese estar sintiendo, el afectado por tamaña felicidad.
De la calidad pasamos a la cantidad. Vertiginosamente, y producto de tamaña aceleración, destruyendo la posibilidad de la duda, a tal altura, jactancia pretenciosa y pedante, de minorías disconformes con los repartos del mercado.
El problema, emergió, cuando en sus paseos, el flâneur, descubrió que el postergado, que el pobre, que el marginado, que el excluido, no sólo que era tal, sino que, además, tampoco tenía la posibilidad (sí el derecho) de hacerlo manifiesto, de expresarlo y por ende de hacer palmariamente visible o realizable, su existencia reclamante.
El paseante, el buscador, no se consumió en la sociedad de consumo, como lo dictaminó Walter Benjamín (tan determinante incluso para sí, cuando decidió matarse). Se arropó con la envestidura de representante de las causas de esos olvidados y marginados, a los que se cansó de ver y observar en su carácter taciturno.
Al asumir el derecho no ejercido, tomó para sí, el flâneur, el rol de ser el portavoz de los reclamos silentes. Nació de esta manera, mejor dicho, se acendró la democracia representativa bajo los preceptos de la siempre literaria, como impracticable, declaración universal de los derechos humanos.
Irrupción de pandemia mediante, en el paroxismo de los ritmos de la aceleración, la pausa, el paréntesis, la epojé imprevista, mató al paseador diletante, en su condición de sujeto histórico de las democracias occidentales.
El problema, el mundo, la cosa en sí, ya no está afuera. Está dentro, de nuestros cuerpos, de nuestros hogares donde debemos confinarnos para evitar el contacto con ese otro como significante amo que es lo externo.
Dentro de cada uno de nosotros, habita, cuál espectro, en el síntoma de nuestras ausencias no reconocidas, no admitidas, la pobreza extensa de no haber comprendido que sujeto y predicado, son dos instancias, necesarias y determinantes, para el concepto de lo humano.
Pensar nuestra condición desde la lógica del adentro y del afuera, es un canal posible, para dejar esa posición arrogante de creer que los que estamos adentro, es decir los que comimos para poder pensar, podemos tener la integridad como para pensar o representar a quiénes no lo pueden hacer, estableciendo aquella falacia de los de arriba y los de abajo.
Entendiendo en definitiva, que ya lo hemos visto todo y que fuera, en el excedente de lo humano, incluso desde perspectivas telemáticas, a distancia o virtuales, sólo nos encontraremos con los excesos, de los pocos, que seguimos por dentro del significante de lo humano, como el ser privilegiado, con la posibilidad y la aplicabilidad de tener una vida digna a expensas de la indignidad de los demás.
Redefinirnos como sujetos, desde la noción del adentro, es la conjetura, que infatigablemente, ofrecemos, mediante nuestra metodología de la “inseminación”.
Es dable destacar, por no decir, imprescindible, que comprendamos o que seamos permeables a pensar, que las crisis que enfrentamos no son exclusivamente atribuibles a cuestiones económicas, financieras, sanitarias o incluso sociales o políticas. Enfrentamos un problema de índole filosófico.
El sujeto histórico debe dejar de ser el individuo, para conveniencia de tal y para regenerar el concepto de lo colectivo. El sujeto histórico de nuestras democracias actuales debe ser la condición en la que este sumido el individuo. Independientemente de que estemos o no de acuerdo, desde hace un tiempo que el consumo (al punto de que ciertos intelectuales, definan al hombre actual como “El Homo Consumus”) y su marca, o registro, es la medida del hombre actual, como de su posicionamiento o razón de ser ante la sociedad en la que se desarrolla o habita. Somos lo que tenemos, lo que hemos logrado acumular, y no somos, mediante lo que nos falta, en esa voracidad teleológica o matemática de contar, todo, desde nuestro tiempo, a nuestra infelicidad. Arriesgaremos el concepto de una existencia estadística, en donde desde lo que percibimos, de acuerdo al tiempo que trabajamos, pasando por lo que dormimos, o invertimos para distraernos, hasta los números en una nota académica, en un acto deportivo, en una navegación por una red social para contar la cantidad de personas que expresan su satisfacción por lo exteriorizado, todo es número. Nos hemos transformado, en lo que desde el séptimo arte se nos venía advirtiendo desde hace tiempo en sus producciones de ficción. Somos un número, gozoso y pletórico de serlo. El resultado final de lo más simbólico de la democracia actual, también es un número (el que obtiene la mayoría de votos) sin que esto tenga que ser lo medular o lo radicalmente importante de lo democrático.
Probablemente, estemos concibiendo un nuevo sujeto histórico. Ante el reconocimiento de la muerte, de nuestro paradigma que debemos velar y duelar , no es poco, en tiempos de restricciones, que dentro de cada uno de nosotros, este anidando como posibilidad, como latencia, en potencia, la pulsión de vida que nos puede hacer parir, alumbrar, entre tanta oscuridad un nuevo amanecer para el horizonte de nuestra concepción de lo humano.