LAS REFORMAS ESENCIALES DE LA REVOLUCIÓN
- César Albornoz * / vía correo electrónico
- 17 jun 2020
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El 5 de junio de 1895 la voluntad del pueblo guayaquileño, expresada en más de quince mil firmas, nombra Jefe Supremo de la república a Eloy Alfaro, contrariando a la oligarquía local que intenta hacerse del poder con alguien de su propio seno, anhelo frustrado por el gran prestigio del general manabita que se ha ganado los corazones de las masas. A su arribo desde Nicaragua a esta ciudad el 17 de junio, inmediatamente nombra sendas comisiones de paz para que vayan a Cuenca y Quito a pedir que las autoridades del gobierno anterior resignen sus nombramientos. Ante el fracaso de esas comisiones –la enviada a Quito tuvo que detenerse en Latacunga por la intransigencia del ya desconocido gobierno– el 25 de julio sale el Viejo Luchador de la ciudad porteña con un ejército formado por miles de voluntarios, a enfrentar a los conservadores en una guerra civil que ya no puede ser evitada. Chimbo y Gatazo serán las batallas en donde por la fuerza de las armas se impone el nuevo gobierno revolucionario que puede al fin entrar a la capital el 4 de septiembre.
Desde el 5 de junio de 1895 hasta el 17 de enero de 1897 Eloy Alfaro permanece como Jefe Supremo primero y presidente interino después. La Asamblea Constituyente le elige presidente constitucional con 51 votos y solo 5 en contra ‒según la noticia que sale el 16 de enero en el New York Times‒ hasta agosto de 1901.
Debilidad ideológica del liberalismo triunfante y primeras reformas
El gobierno emprende paulatinamente en la implantación de las reformas sociales que demanda la construcción de un verdadero Estado de derecho. En esta primera etapa, durante la primera administración de Alfaro, el avance es lento por la moderación de los representantes en la Asamblea Constituyente y por la oposición que después se gesta en los congresos de ese período. Peralta (1995: 119), parte de la minoría de verdaderos radicales que asiste a Asamblea, da su testimonio de lo pobre que resultó la gestión para las demandas revolucionarias. Primero se nombra como presidente a Manuel Benigno Cueva “conservador recién convertido a la revolución (…) nombramiento clave para los procedimientos de la Convención”. Tal es su desilusión de lo poco que se consigue en esa ocasión mediante la lucha parlamentaria que sin ambages afirma que desearía “sinceramente que no existieran las Actas de la Convención de Guayaquil, porque constituyen un solemne y eterno testimonio de la debilidad del radicalismo en el Ecuador”.
El ejemplo más claro de la debilidad ideológica del liberalismo en la Asamblea Constituyente se pone de manifiesto cuando se propone la derogación del Concordato. Peralta exhorta así a sus colegas:
He juzgado urgente la discusión del proyecto que está sobre la mesa, porque es urgente desarmar al enemigo, urgente cauterizar el cáncer que está devorando a la Patria, urgente dar fuerza al Ejecutivo sobre la teocracia. Urgente borrar de la frente del Ecuador esa marca de infamia que se llama Concordato (citado por Medina, 1992: 28).
Después de acaloradas discusiones, la Convención decide que “no es de su competencia resolver si está o no vigente el Concordato”, a lo que Valdivieso, otro de los pocos radicales, increpa duramente a sus supuestos coidearios:
¿Cómo, pues, se atreven a llamarse liberales los que aquí defienden a capa y espada y a fuerza de buenos católicos el Concordato y todos los derechos de la Iglesia, hasta ponerla muy sobre el Estado? ¿Cómo tienen el cinismo de llamarse, a boca llena, radicales, los que hacen lo mismo? Ah! Yo si entiendo; pues sé hasta dónde va la mala fe, la hipocresía de ciertos fariseos políticos. Con la boca dicen soy liberal, y se agarran con una mano a la teta del Fisco y con la otra buscan la pila del agua bendita (citado por Medina, 1992: 30)
Cuando Andrade (1910: 28) hace un recuento de lo que realizó la revolución en esos primeros años en el poder dice que “bastarían cuatro leyes para merecer el título de civilizados: la de instrucción pública, la de matrimonio y la de registro civiles y la de creación de cementerios laicos”. Destaca especialmente el autor citado la reforma educativa con miras a la modernización de la sociedad ecuatoriana, con la promulgación de una progresista ley de Educación Pública de libre aprendizaje, de carácter nacional y laico, dejando la educación religiosa para el hogar, pues antes estaba en manos del clero, dándose ahora importantes garantías a los profesores laicos. Esto lo que dice Andrade sobre el nuevo contenido de la ley a pesar de sus limitaciones:
Será incompleta y todo lo que se quiera, pero es ley importante y regeneradora, que cayó como un rayo sobre las viejas usanzas, pulverizando la rutina, las estériles teorías y los rancios pasatiempos. Los reglamentos internos de los planteles de educación y los planes de estudio comenzaron a hablar de desarrollo intelectual y físico, de aparatos de gimnasia de preceptos de higiene, de instrucción moral y cívica para formar al ciudadano, en el que palpite sinceramente el alma nacional. La pedagogía moderna acerca de la escuela hallaba sostenedores que se detenían a comparar los diversos métodos, a fin de preparar a los hombres para que fuesen lo que deben ser en la sociedad, tendiendo, como decía Pestalozzi, “no a formar precisamente buenos artesanos, buenos comerciantes o buenos soldados, sino a formar artesanos, comerciantes o soldados, que sean hombres en el sentido elevado de la palabra.
Se crearon nuevos colegios: el Mejía en 1897, los normales Juan Montalvo y Manuela Cañizares, para varones y señoritas respectivamente, en febrero de 1901, la Escuela de Bellas Artes en Quito, el colegio Benítez en Pelileo, quintas normales en Ambato y Quito, la Escuela de Artes y Oficios de la Sociedad Filantrópica del Guayas, el colegio Maldonado en Riobamba. Se apoyó la fundación de Institutos como el Agronómico de los hermanos Morla y el Solano de Honorato Vázquez, y se auxilió pecuniariamente a la academia Libre de Medicina y al Instituto Anzoátegui (Andrade: 1910: 32‒33).
También se sancionó el 14 de abril de 1897 la Ley de división territorial, facultando a las municipalidades el establecimiento de parroquias civiles, la determinación de sus cabeceras y el trazo de sus límites. Con la reforma jurídica se modernizaron los códigos civiles y penales, el de minas, el militar y el de comercio. Para mejorar la economía se establecieron convenios acerca de títulos profesionales, tratados de propiedad literaria, comercio, navegación, canje de paquetes postales, extradición, arreglo del servicio de correos con otras naciones. Se generaron facilidades para las nuevas industrias (fabricación de loza, elaboración de hielo, desarrollo de tenerías, etc.), se habilitaron algunos puertos y declararon libre la producción y tráfico del país. Para promover la cultura se adjudicó a la Academia Ecuatoriana un edificio, entre otras tantas obras de la revolución (Andrade, 1910:30‒33).
Se estableció la Ley de Patrón Oro y la Ley de Bancos en 1898, la Ley de Patronato en 1899 y en 1900 se creó el Registro Civil.
No se pudo hacer más por la incesante guerra civil de esos “cinco años de escenas dignas de antropófagos”, como dice Peralta (1911: 63), “cinco años de mantenerse el gobierno liberal con el arma al brazo y en activísima campaña, impidieron que se efectuaran todas las reformas y todos los bienes que el nuevo régimen se proponía realizar”. Al haber logrado desviar las energías y recursos del pueblo en esa absurda guerra religiosa, “los tradicionalistas pueden gloriarse de haber dificultado, en lo posible, el libre avance del carro del progreso; de haber retardado en algunos años la resurrección y engrandecimiento del pueblo”.
Para el historiador Paz y Miño (2017) las transformaciones más importantes de la primera administración alfarista fueron la institucionalización del Estado nacional, algunas obras públicas, el inicio de la construcción del ferrocarril, la promulgación de la educación laica y el establecimiento de algunos derechos individuales como la libertad de pensamiento, conciencia, culto, etc.
Durante la administración de Leonidas Plaza se concretaron otras importantes reformas que ya habían quedado bastante avanzadas en su tratamiento en el gobierno anterior: el 3 de Octubre de 1902 se dictó la Ley de Matrimonio Civil y Divorcio y el 13 de Octubre de 1904 la Ley de Cultos.
Radicalización de la revolución
Así como en México las principales reformas no se lograron desde un inicio de la revolución liderada por Juárez, en Ecuador también el proceso fue paulatino, estableciéndose las más radicales recién con la Constitución de 1906, e incluso varias importantes leyes emitidas posteriormente. Fue necesaria esa como segunda revolución para cuyo triunfo fue de suma importancia la organización política de las fuerzas fieles al liderazgo de Alfaro que se forja inmediatamente después de la defección de Leonidas Plaza en 1901, cuando rechaza el pedido del jefe del radicalismo, mediante carta pública, a que renuncie a la presidencia. Clarificada la división que se gestaba al interior del liberalismo por esta circunstancia, la militancia radical exigió su reorganización en todas las provincias, gracias a lo cual se pudo retornar al poder en una exitosa campaña de apena 20 días en 1906. Esto ha sido registrado por Andrade (1908: 29‒30) así:
Desde 1901, los liberales del Pichincha recibieron reclamaciones de los liberales de las otras Provincias, por lo que fue preciso formar una Sociedad Liberal en Quito. Reuniéronse, en efecto, varios liberales, en el salón de la Municipalidad, en Diciembre de dicho año, y acordaron que el Directorio se compusiese de los Señores Dr. Manuel Benigno Cueva, Dr. Belisario Albán Mestanza, Dn. Abelardo Moncayo, Dr. Carlos Monteverde, Dr. Lino Cárdenas y Dr. José Julián Andrade, y que dicho Directorio enviase circulares a los liberales de las otras provincias, a fin de que en cada una de éstas, se organizase una Junta Liberal. Este fue el principio de la lo que vino a concluir en la campiña del Chasqui y en las calles de la impetuosa Guayaquil.
No hay duda que una de las mayores conquistas sociales de la revolución liberal fue la reivindicación de los derechos de las mujeres, esa mitad de la población ecuatoriana que durante todo el siglo XIX fue víctima de la sociedad patriarcal que había preservado y cultivado el conservadorismo en el país. Uno de los más conspicuos ideólogos de esa corriente política, Juan León Mera, ha dejado su testimonio de la triste situación de la mujer de las clases media y alta, pues la de las demás pertenecientes a los sectores populares es mucho peor que la que el célebre escritor ambateño describe apenas dos años antes del triunfo liberal:
El ingenio no escasea en las mujeres ecuatorianas, y siempre se le halla junto con la sensibilidad, la dulzura de carácter y otras tantas prendas del corazón que las constituyen un verdadero tesoro de nuestra sociedad. Pero, ¿por qué no brillan, como deben, en las regiones de la inteligencia? ¿Por qué no dan muestras de qué piensan y sienten, y tienen facultades para pintar la naturaleza y fuerzas para disputar al hombre las coronas y los lauros apolíneos? ¿Por qué enmudecen? ¿por qué se esconden? ¡Ah! es porque no se las comprende, ni se las educa, ni se las estimula. Somos todavía semibárbaros en nuestro porte con respecto a las mujeres: las mimamos como interiores nuestras, a lo más como compañeras de nuestra vida material y objetos destinados al placer y al servicio interior de nuestras casas, No apreciamos en ellas el alma sino el cuerpo, no buscamos el dote de la inteligencia sino la efímera belleza de las formas exteriores. ¡Pobres mujeres! ¡cuán injustos somos con ellas! Cirios que arden y se consumen en el altar de los deberes domésticos, flores que se marchitan y deshojan en aras del amor y cuya fragancia no trasciende fuera de las puertas de una casa. Al contemplar la suerte de las mujeres en el Ecuador, comprendemos bien la razón que tuvo Eurípides cuando dijo en su Medea: “De todas las criaturas dotadas de vida y pensamiento, las más desdichadas son las mujeres”. El trágico griego, al desenvolver esta idea, busca la desgracia de la mujer, entre otras causas, en la sujeción a la vida doméstica, en no poder ensanchar el corazón fuera del estrecho círculo que le oprime, en no poder respirar libremente lejos del lugar donde se ha padecido alguna pena o desazón. Nosotros hallamos la desgracia de las ecuatorianas en algo más íntimo y más fundamental, en algo que se pudo evitar desde la niñez y no se evitó (citado por Andrade, 1910: 23‒24).
Después de comparar con esa deplorable situación que vivía el país, Andrade (1910: 26) valora altamente el gran avance que significa la política de la revolución referente a las mujeres:
¡Cuánto cambio en estos últimos quince años! Ya no podría quejarse el novelista ambateño. La educación de la mujer se ha transformado radicalmente. Lo que es la mujer es la familia, sociedad en pequeño; y lo que es la reunión de mujeres, es la nación, conjunto de familias. Dé aquí la importancia de contraponer la actual educación femenina a la de antaño (…) algo se ha hecho a nombre de la libertad bien entendida de la mujer ecuatoriana.
Y hace un recuento de todo aquello que gracias a la revolución se ha conseguido para el mejoramiento de la situación de este sector fundamental de la población, especialmente su acceso a la educación y capacitación profesional, al empleo y actividades intelectuales:
La mujer se ocupa hoy en trabajos serios, en estudios que satisfacen, en demostraciones de arte no falsificado. Se la va arrancando del poder de los monopolios educadores, que iban matando en ella la energía para la lucha y el conocimiento de la vida. En los Institutos Normales, en la Escuela de Bellas Artes, en el Conservatorio Nacional de Música, ejecutan su actividad intelectual y el buen gusto artístico. Descubren ya nuevos horizontes, y vemos con gusto a la, mujer abrazar carreras nuevas, profesiones comerciales, ramos de industria y de trabajo honrado, en diversas oficinas de correos, telégrafos, teléfonos, contadurías, imprentas, almacenes, bibliotecas. Han salido de la timidez monacal para desafiar con ánimo sereno las vicisitudes de la existencia. Todo esto es novedad halagadora. (…) Hoy la mujer piensa y escribe, funda ligas y asociaciones; se reúne para deliberar. Tampoco le falta estímulo, Se le conceden becas y galardones (Andrade, 1910: 24).
En definitiva, se crean nuevas escuelas y se propende a la masificación de la educación primaria para las niñas con nuevos métodos pedagógicos y nuevos planes de enseñanza actualizados acorde a las exigencias del mundo en esos momentos.
La propia constitución de 1906 en su conjunto es la mayor conquista de la revolución. Es “el documento definitivo de la revolución Liberal”, dice Medina (1992: 127), pues ahí están consagradas las libertades más democráticas que se han decretado en el país hasta mediados del siglo XX. Se la considera para su época una de las más progresistas de toda América Latina. Se instaura el Estado laico con la definitiva separación de la Iglesia de este, pasando a ser desde entonces, por ley, sociedades privadas todas las comunidades religiosas. Se pone fin al Concordato y el clero no puede intervenir más con sus miembros en el aparato estatal. Con la promulgación de las libertades de conciencia y cultos, la nueva constitución convierte en ciudadano a todo ecuatoriano independientemente de la religión que profese, y no solo la católica como era anteriormente. La libertad de prensa que se decreta es el inicio de un desarrollo de las ideas más democráticas y de la posibilidad de acceder al conocimiento científico sin las trabas anteriores. La libertad de reunión es la base para que proliferen las organizaciones de trabajadores, también de las culturales y políticas, antes bajo el férreo control clerical. Se consolida la educación laica cuyos primeros pasos se habían dado en la constitución anterior, masificando ese derecho fundamental del desarrollo del individuo en su beneficio y de la sociedad en su conjunto. Se establece la gratuidad de la enseñanza primaria con carácter obligatorio. Esta reforma que se había instaurado en Europa con la revolución francesa llega al Ecuador más de un siglo después, y desgraciadamente se la viola por influencia de las clases dominantes hasta bien avanzado el siglo XX.
La inviolabilidad de la vida y abolición de la pena de muerte, el derecho de propiedad, la libertad personal que pone fin a la prisión por deudas y el arbitrario reclutamiento de personas, detención y prisión de acuerdo al estricto respeto de la ley, la libertad de tránsito por todo el territorio, inviolabilidad de domicilio y de correspondencia, la libertad de trabajo e industria y la defensa de la propiedad intelectual, prestación de servicios mediante contrato, libertad de sufragio, son otros tantos derechos estipulados como garantías ciudadanas en la nueva constitución (Trabucco, 1975: 323‒327).
En materia electoral, a pesar de que se amplía el derecho al sufragio, especialmente para sectores medios de la población, no se llega al sufragio universal como ya lo había planteado el radical Marcos Alfaro en el seno de la Convención Nacional de 1883. Queda postergado ese derecho para las mujeres hasta la Constitución de 1929 y para los analfabetos hasta la de 1978.
En materia económica paralelamente se decretan importantes leyes. Se establece un arancel de aduanas que protege la incipiente industria nacional, la misma que dura poco por la oposición del fuerte sector de los importadores. El 26 de junio de 1906 se promulga la Ley de Industrias para impulsar el desarrollo de este sector de la economía en el país. Si a esas leyes se suman las mejoras en infraestructura (vías y comunicaciones), se entiende como se logró cuadruplicar las rentas fiscales en el corto período de 1895 a 1909, pasando de 4.325.701 a 16.370.698 sucres. Contrasta esa actitud de la administración de Alfaro en pro del progreso nacional con la de los gran cacao, los exportadores de la costa, que en un período similar, entre 1900 y 1913, según los cálculos del economista Víctor Emilio Estrada sacan del país 19 millones 600 mil sucres para la mantención y gastos de sus familias radicadas en Europa, “cantidad superior a todo el servicio de la deuda en el mismo período”, según el comentario de Núñez (2015: 225) quien cita lo anterior. De esas élites económicas que gracias a su inmenso poder logran controlar la política provienen los que frenan la revolución en 1912.
Otra de las leyes fundamentales es la llamada de manos muertas, la Ley de Beneficencia de 1908, que según Peralta (1911: 106‒107):
(…) devolvió al pueblo lo que al pueblo pertenecía. Las inmensas riquezas, acumuladas en manos del monaquismo por la devota munificencia de muchas generaciones, servían únicamente de pábulo al escándalo y de medio para la disipación en la frailecía; y esto, cuando los monjes extranjeros no exportaban aquellos caudales, para disfrutarlos y derrocharlos con sus cofrades, riéndose de los mentecatos, a cuya largueza se debían (…) restituyó el dinero de la caridad a los hospitales, a los asilos de mendigos, a las casas de huérfanos, a las leproserías; dejándoles, sin embargo, la congrua sustentación a los religiosos. ¿Puede haber una ley más justa y conveniente que la impía Ley de Beneficencia?
Dado lo tardío de la revolución liberal en comparación con otros países de la región y teniendo como ventaja esas experiencias anteriores, en Ecuador se logra implantar algunas reformas que todavía no se han realizado en otro lados. Moreano (1995: 52) valora esa particularidad:
(…) uno de los cambios básicos introducidos fue la configuración de las esferas autónomas de lo público y lo privado, mediante la ruptura del vínculo de la Iglesia y el Estado a través del laicismo y de reformas tales como el divorcio y el matrimonio civil, aprobadas mucho antes que en varios países europeos y que en casi todos los de América Latina. Otro fue el de la soberanía popular, las libertades ciudadanas y los derechos del individuo. Ese nuevo orden jurídico demoró años y décadas en devenir en vida social real sin que se haya configurado a plenitud, especialmente respecto a la gran población indígena cuyo criterio sobre el asunto es divergente al del liberalismo.
En el ámbito de construcciones y otras políticas sociales Andrade (1910: 33) destaca el febril entusiasmo modernizante en la construcción de obras de infraestructura, servicios básicos, salubridad y hospitales, vías de comunicación: canalización y agua potable para varias ciudades: Quito, Guayaquil, Riobamba, Ibarra, Ambato, el saneamiento del puerto de Guayaquil y construcción del de Bahía de Caráquez. Luz eléctrica en la capital, en Guayaquil, Loja y Latacunga, y firma de contratos para su instalación en Ambato y Riobamba. Para mejorar las comunicaciones, muchas carreteras y ramales adyacentes, el Ferrocarril del Sur –“¡Cómo ha cambiado el movimiento de las ciudades ese monstruo de hierro!”‒, mejoras en el telégrafo y correo que llegan a las aldeas más apartadas, obras que han dinamizado la vida de todas esas localidades. En salud pública, el establecimiento de sanatorios como el Rocafuerte, la Casa de Maternidad y el Instituto de Vacuna Animal en Quito; el combate de enfermedades como la fiebre amarilla en Guayas y la tuberculosis pulmonar en el país (Andrade, 1910: 52).
De toda esa gran obra material, indudablemente sobresale la construcción del ferrocarril como factor fundamental para la integración del país y el desarrollo de su economía. “El ferrocarril ha sido para la sierra la exclaustración del apartamiento del mundo civilizado a que le habían condenado las montañas puestas por la naturaleza y los abismos creados por los políticos” en la acertada opinión de Quevedo (1931: 196).
Se establece en Ecuador con la constitución de 1906 y las nuevas leyes de la segunda administración de Alfaro un verdadero Estado de Derecho.
Valoración de la revolución
Varios de los avances señalados han sido reconocidos tanto por admiradores como por detractores de la revolución liberal. Para el escritor y político conservador, a más de declarado antialfarista, Julio Tobar Donoso (1924: 30), la Constitución de 1906, “terminó el proceso de secularización del Estado, rompiendo todo vínculo con las confesiones religiosas”. Opinión con la que coincide el socialista Emilio Uzcátegui (1984: 18) para quien en realidad
1895 es el triunfo del laicismo. Con la separación de la Iglesia del Estado, se da fin a la hegemonía clerical que descansaba en un voraz acaparamiento de riquezas. Trae libertad religiosa para todos, matrimonio civil, divorcio, educación laica, secularización de los cementerios, etc. (…) El Liberalismo, en último análisis, significa la emancipación del Vaticano (1984:19).
Esta doceava constitución ecuatoriana tiene un carácter distintivo que la diferencia de todas las anteriores, al parecer de Quevedo (1931: 197), por “haber prescindido por completo, al determinar las condiciones de la vida del ciudadano y del Estado, de tomar en cuenta las creencias religiosas y la injerencia de ninguna religión o iglesia” gracias a ello, “las creencias gozan de la más completa libertad y tienen un carácter sólo privado e individual.”
El aporte del líder de la revolución es inmenso para los logros constitucionales en este segundo período de su conducción del Estado. Uzcátegui (1981: 11) tiene la convicción que, dadas las condiciones del país, no se le podía exigir más, y que hay que valorar algo que tiene mucha vigencia aun en nuestros días, que con él se inicia un proceso todavía inconcluso y pendiente por realizar:
Alfaro hizo mucho, proyectó mucho más; pero todavía la República no estaba madura para la revolución social que han querido algunos exigir de él, sin pensar en que ni siquiera México pudo hacerlo con la revolución más radical, larga y sangrienta que se desarrolló casi simultánea con la alfarista. Dictó leyes para superar las condiciones sociales de la gran masa indígena y del pueblo en general aunque muchas no se cumplieron y quedaran escritas; pero no es justo exigirle más. El indomable primer guerrillero ecuatoriano cumplió con lo que le permitía su tiempo y de todas maneras tuvo títulos suficientes para que lo consideremos el precursor de la revolución social ecuatoriana.
Mucho se ha opinado sobre el significado e importancia que tuvo la revolución liberal para el desarrollo posterior de la sociedad ecuatoriana, por lo que al respecto se agregará solo algunas reflexiones más de otros especialistas sobre el tema.
En una carta del 28 de julio de 1915 que le dirige Manuel J. Calle (1989: 91) ‒participante en las filas radicales al inicio de la revolución y posteriormente antialfarista‒ a su amigo el presidente Baquerizo Moreno, tiene el mérito de reconocer sus logros más sobresalientes que, en su opinión, ni los conservadores en caso de llegar nuevamente al poder podrían revertirlos:
(…) puede un acto triunfante del conservatismo llevarnos a previstas regresiones; pueden volver el cura a la Escuela y los delegados apostólicos a inmediaciones del Poder; las comunidades recuperarían sus bienes, y el divorcio sería proscrito; es posible que se restableciese la pena de muerte y que le clero tornase al goce de fueros y privilegios… Pero de ahí no podría pasar un régimen tradicionalista; y, con curas y todo, no le sería dable expulsar los nuevos métodos pedagógicos de la enseñanza oficial, ni matar la imprenta, ni variar el derecho de sufragio, ni ahogar el matrimonio civil, ni desconocer el divorcio instituido ahora, a menos de declarar hijos ilegítimos a más de cien mil ecuatorianos, ni llevar sacerdotes a las Cámaras y a los Ayuntamientos, ni simplificar en daño del Fisco el sistema tributario y la organización de la Hacienda, ni desahuciar los contratos buenos o malos de construcción de obras públicas, los ferrocarriles inclusive, e inclusive el saneamiento de Guayaquil y los negocios de alumbrado, agua, caminos, etc., de muchas poblaciones de la Costa y del Interior, ni se atrevería a poner mano en el régimen municipal ni en el organismo de la Justicia, todo lo cual, sumado y concretado representa el progreso nacional.
Un exhaustivo recuento de todo lo que significó la revolución en lo económico, político y social para el adelanto irreversible de la sociedad ecuatoriana, de gran valor por venir de uno de los detractores del alfarismo.
Incluso autores conservadores como Jorge Salvador Lara (2009: 435‒436) reconocen su trascendencia en la historia nacional, cargando las tintas en aquello que perjudicó a la Iglesia:
Alfaro llevó a cabo en la República la única auténtica revolución, aparte de la independencia, en el sentido de transformación profunda, polémica y sangrienta, discutido cambio doctrinario que liquidó al Partido Progresista e intentó también, sin lograrlo, hacer lo propio con los conservadores. La Revolución Liberal significó ruptura entre Iglesia y Estado; confiscación de los bienes eclesiásticos; abolición del catolicismo como religión estatal; prohibición absoluta de las manifestaciones religiosas públicas; efectiva supresión de los derechos civiles y políticos para los clérigos y monjas; monopolio rígidamente impuesto, de la educación laica estatal en el sentido de no poder enseñarse la doctrina cristiana ni ser profesores los religiosos en los establecimientos oficiales, sistema que pronto degeneró en rabioso sectarismo anticatólico.
Al referirse a las reformas de la revolución Salvador Lara (2009: 436) enumera varias instituciones que se arrebata al clero: “secularización de los cementerios; matrimonio civil y subordinación a éste de los matrimonios religiosos; registro civil y subordinación al mismo de los bautismos, matrimonios y defunciones; divorcio”. Concluye, fiel a su conservadorismo, que la revolución alfarista “fue sin duda el más profundo cambio en nuestra historia republicana, con facetas discutibles y hondas, aunque desde el punto de vista de las urgencias sociales, ni estrictamente necesarias ni imprescindibles” (Salvador, 2009: 450‒451).
Ayala (2002: 72‒73) en su prolija historia de la revolución liberal la califica como
(…) una empresa de grandes proporciones, que requería un esfuerzo social, económico y bélico enorme. Llevar el triunfo de la revuelta de la costa a la sierra, es decir consolidar nacionalmente la dirección política de la burguesía, suponía desbaratar la resistencia tradicional latifundista, enquistada en el aparato estatal central, la iglesia y las estructuras de poder regionales (…) Por otra parte, también la lucha ideológica fue ímproba y demandó la acción de sectores medios, los ideólogos y burócratas del liberalismo. Militares y militantes fueron, pues, los más visibles exponentes del Establecimiento del Estado laico.
Destaca el historiador en su apreciación todas las élites que se movilizan en la tarea de transformación radical de la sociedad tradicional y conservadora que se pretende superar. También las instituciones puestas al servicio de esta meta: sus bancos, las Cámaras de Comercio, la Sociedad Nacional de Agricultura, las Juntas de Beneficencia, incluso las Brigadas de Bomberos. A todas las anteriores se suma la prensa liberal para trabajar en el frente de la propaganda. Y concluye haciendo suyo el juicio de Alejandro Moreano que la Revolución Liberal fue todo lo que pudo ser, constituyéndose en “un enorme salto adelante en el desarrollo histórico del país” (Ayala, 2002: 73‒74).
Reconociendo el mérito que tienen las élites liberales que dirigen la magna empresa de la revolución, Albornoz (1989: 181) resalta el enorme significado y la trascendencia de las reformas que lograron imponer con su tesón y capacidad intelectual:
Al implantar fundamentales libertades democráticas, al bregar por la defensa de la soberanía nacional, al dar los primeros pasos para la solución de algunos problemas sociales, al ayudar con su acción al debilitamiento o desaparición de rezagos precapitalistas, abrió el camino para el desarrollo del país y sentó las bases para nuevas y más altas conquistas. Y en la medida en que sus innovaciones beneficiaban al pueblo y coincidían con sus necesidades, sus exponentes más avanzados no sólo representaban los intereses de su clase, sino los intereses de todo el pueblo.
Por esto, por la amplitud de miras, pudo producir estadistas e ideólogos de gran envergadura. Algunos llegaron a señalar el peligro que entrañaba la intromisión imperialista, el peligro que implicaba la exportación de sus capitales, (…) otros, acogiendo los anhelos de las masas populares, propugnaron algunas reformas radicales. Y unos últimos, hasta alcanzaron a ver, como meta prometedora la sociedad socialista.
Para Fernando Tinajero (2014: 23) en los aspectos políticos están los logros más importantes de la revolución, y no tanto en los económicos:
(…) aunque corresponde a la más significativa transformación política en nuestra historia republicana, no incluye ninguna alteración sustancial de la economía, salvo la afectación a las propiedades de la Iglesia; pero exhibe el más radical reordenamiento jurídico del Estado, acaso no comparable con el de ninguna otra época, incluida la Independencia.
Apreciación muy común en las ciencias sociales ecuatorianas que no es muy acertada, puesto que sí se afectan en cierto grado las relaciones de producción, especialmente aquellas serviles que impedían la masificación de las relaciones salariales en la economía nacional. También se inició la ampliación del mercado interno con la política vial y la integración de la costa con la sierra mediante el ferrocarril, entre otras medidas que dinamizaron la economía ecuatoriana, eso sí, con un modelo dependiente negativo para su desarrollo. Alejandro Moreano (1995: 52), con motivo del centenario de la revolución liberal, difiere de esa generalizada apreciación, pues afirma que “abrió un proceso que se ha desarrollado hasta el presente” y “generó una profunda transformación de la estructura jurídico‒política del Ecuador, y un haz de relaciones sociales potenciales que se desplegarían a lo largo de todo el siglo”.
Sería largo seguir exponiendo otras apreciaciones sobre lo positivo y los beneficios que la revolución liberal reportó para el país. En todo caso hay que resaltar que como hecho trascendental de la historia moderna ecuatoriana, mucho de lo que esa transformación social realizó, sigue incidiendo hasta nuestros días, convirtiéndose en un referente de los sectores más progresistas del país en su accionar político. Todavía sirven de ejemplo las propuestas que entonces se enarbolaron y las que, por la realidad imperante entonces, no pudieron ser concretadas. Ahora se reactualizan como aspiraciones pendientes en la construcción de una sociedad más equitativa, desarrollada e independiente.
Establecidas las reformas y conquistas sociales por la transformación social del período estudiado, corresponde analizar ahora todas las formas, medios y recursos que los sujetos sociales de la contrarrevolución emplearon para detener al peligro que representaba la profundización o aplicación de ellas por el radicalismo liberal. Para ciertas élites liberales que habían participado en mayor o menor medida en el proceso revolucionario, se había llegado al punto donde afloran las contradicciones y el enfrentamiento por el control del poder político se hacía inevitable. Y si se trataba de frenar la revolución tenían que buscar aliados en las filas de sus mayores enemigos.
Bibliografía
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* Tomado de César Albornoz, Las élites del poder y la contrarrevolución Ecuador 1895-1912. Quito: Editorial Universitaria, pp. 35-48.
Ministro de la Corte Superior de Loja en el gobierno de Borrero, Jefe Civil y Militar de la misma provincia cuando triunfa la revolución. La convención de 1897, de la cual es su presidente, le nombra en 1897 vicepresidente de la república, luego gobernador de Loja y rector del colegio Mejía en Quito. Hacia 1906 ya es un antialfarista declarado (Peralta, 1995: 119).
Ideólogo del conservadorismo garciano. Diputado en la Asamblea Constituyente de 1861, electo en 1865 secretario de la cámara del Senado, subsecretario del Ministerio del Interior de 1866 a1869 en los gobiernos de Jerónimo Carrión y Javier Espinosa. En enero de 1869 interviene en el cuartelazo de García Moreno contra Espinosa. Designado gobernador del Tungurahua de 1871 a 1875. Consejero Municipal de Ambato y senador en 1875. De las figuras claves de los últimos años del garcianismo. Fundador en la casa del obispo Ignacio Ordóñez de la “Sociedad Católica Republicana” en 1875 para continuar la línea política del fallecido dictador, siendo el redactor de sus bases doctrinarias. Ministro del Tribunal de Cuentas de Ambato en 1876. En 1884 y 1885 fue nuevamente senador y en 1886 presidente de la cámara del Senado. Gobernador del Tungurahua en 1889. En 1893 va al Tribunal de Cuentas en Quito. Miembro de varias instituciones literarias: poeta periodista, novelista, autor de la letra del himno nacional, es considerado uno de los más importantes escritores del país. Recuperado el 24-07-2017 de:
http://www.diccionariobiograficoecuador.com/tomos/tomo3/m6.htm
Lo que dice Juan León Mera en su libro Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana desde su época más remota hasta nuestros días publicado en 1868, mantiene en la segunda edición española de 1893.
Si de acuerdo a los datos que recupera Quintero (1983: 101) en 1892 votó el 6% del total de la población, vemos que tres décadas después, en 1924, no ha llegado ni siquiera al doble, pues votan solo el 11% de ecuatorianos varones mayores de 21 años que saben leer y escribir. En 1912 triunfa Plaza con solo el 5%, en 1916, Baquerizo Moreno lo hace con el 10% y Tamayo en 1920, con el 8%.
El tema de la contrarrevolución se trata detalladamente en los siguientes capítulos de mi libro Las élites del poder y la contrarrevolución Ecuador 1895-1912, Quito, 2019, Editorial Universitaria.
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