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La flor que vio la mujer de Lot

Francisco Tomás González Cabañas / vía correo electrónico




Foto: JW



Al desobedecer a Yahveh se convirtió en estatua de sal y no pudo salir de Sodoma. Aún escribimos y cantamos, acerca de qué pudo ver para resultarle tan determinante de no acatar. Puja entre la rebeldía innata o la curiosidad ilimitada. Indicios de las disputas actuales por una justa igualdad, entre el sometimiento que impone lo fálico-normativo-patriarcal. Todo junto a la vez, y lo aún no expresado o compartido. Como la presente conjetura que se justifica en el afán del axioma lacaniano de “toda carta llega a su destino”.


La sexualidad vegetal, a diferencia de la animal, es superlativamente más bella y llamativa para la consideración humana. Al punto que culturalmente las flores se han convertido en un significante que refiere al altruismo del amor, al encanto de la sensualidad, a la antesala de la pasión y a lo imposible de lo imperecedero en la despedida. Damos o recibimos flores tanto para una cópula fugaz o para la que marida promesa eterna de amor, pero también se las obsequiamos a nuestros difuntos. Arriesgaremos que la flor, qué es ni más ni menos que el órgano sexual vegetal, es el talismán simbólico que hace soportable la tensión permanente entre pulsión de vida y pulsión de muerte.


Las flores que pudo haber visto la mujer de Lot son tales en relación a la sexualidad que condenó a Sodoma a su destrucción. La decisión de darse vuelta para mirarlas significó la desobediencia y como penalidad fue convertida en estatua de sal. El placer sexual siempre tan esquivo de ser escindido del goce, en ambas formulaciones, siempre es fugaz, perecedero. Acabar significa el pleno del cuerpo en la dinámica sexual, pero también refiere a terminar, a finalizar. Tal ambivalencia y contradicción es el sendero en donde se bifurcan bendición y condena como el segundo capítulo de lo apolíneo y dionisíaco.


Sin embargo aún no terminamos de resolver la viudez. En nuestra condición humana, en el dominio de los escenarios públicos que construimos desde nuestras individualidades, tal como Lot, debemos atravesar el duelo.


“No logramos explicarnos —ni podemos deducir todavía ninguna hipótesis al respecto— por qué el desprendimiento de la libido de sus objetos debe ser, necesariamente, un proceso tan doloroso. Sólo comprobamos que la libido se aferra a sus objetos y que ni siquiera cuando ya dispone de nuevos sucedáneos se resigna a desprenderse de los objetos que ha perdido. He aquí, pues, el duelo”. (Freud, S. “Lo perecedero”. 1915)


La pérdida completa y absoluta de la condición eterna, previa como posterior a la vida (de la que provenimos y a la que ineluctablemente vamos), nos hace convivir, angustiosamente con la falta, con la carencia, pese a los deseos contradictorios que nos atraviesan como para incluso, poder imponernos imperativos que nos eviten que nos preguntemos por lo que realmente queremos. La duración en términos Bergsonianos de la flor, es lo que pudo haber visto la esposa de Lot. Tal como lo definiera T. Willians “el tiempo cómo la distancia más larga entre dos lugares”.Quedó petrificada en un tiempo eterno que se diluyó en el instante. A Lot le duele dado que no comprende, no terminó de transitar el espacio entre dos lugares. Su mujer al verlo y comprender, desobedeció. Fruto de ambos, nos encontramos los herederos entre Sodoma y salir de allí. Entre el deseo y la obediencia. Entre las aporías primigenias y finales innatas desde nuestro filosofar basal. No casualmente, Alejandra Pizarnik escribió: “la rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”.


Es que todo sucede allí entre las palabras que tal como se nos anunciara, se inició con el verbo. En el poema “El golem” Borges lo ratifica: Si (como afirma el griego en el Crátilo), el nombre es arquetipo de la cosa, en las letras de 'rosa' está la rosa, y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo'.


Precisamente “En el nombre de la rosa” es una obra de Umberto Eco, en donde se narra la posible existencia de la segunda parte de la Poética de Aristóteles, que versaría sobre la risa, sobre el placer, la palabra simbolizada como flor, la misma que vio la mujer de Lot y por la que quedó fugazmente petrificada.

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