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Protestas y estatuas: Una historia que no se ha contado // Urge apoyo internacional

Pablo Arciniegas / Semanario Voz // ONIC


Foto: El Espectador



Iván Duque, galón de gasolina y caja de fósforos en mano, ha decidido responder al actual clima de movilizaciones en Colombia militarizando las calles. Es cierto que casi al mismo tiempo retiró su reforma tributaria del Congreso, para transformarla en un texto que seguramente no va a tener mucha popularidad. Pero, de ninguna manera esa era su primera alternativa para lidiar con la ciudadanía que hoy le exige equidad, justicia y paz, todas esas palabras bonitas con las que adornaba su publicidad de campaña.



Su primera alternativa –y única– es la represión. Y eso no solo lo demuestra el saldo de muertos, que no pasan de 25 años de edad, y que van dejando las jornadas del paro nacional, donde la Policía se siente con el derecho ―como trinó Álvaro Uribe― de usar las armas, sino que esta es la respuesta por defecto de nuestros dirigentes, que sufren de soberbia histórica. En pocas palabras, para ellos no existen las condiciones de desigualdad en Colombia que siempre figuran en los rankings internacionales que miden la miseria.

No, para Duque y para el poder, es un mito el desempleo de dos cifras, los 500 muertos que deja el covid-19 por día y ese 50% del país que está en pobreza extrema monetaria. Y por extensión, son un mito también las profundas raíces de nuestra pobreza como la explotación de los indefensos y el abandono estatal, que temporalmente no es tan distante, porque para la muestra ahí está Leticia, arrojada a su suerte desde que empezó la pandemia.


La que escriben los poderosos

En cambio, la historia les dice a estos gobernantes que la manifestación social es una turba enardecida, vándalos que no tienen ningún argumento y, si es que lo tienen, “esas no son las formas”. La historia también les dice, por ejemplo, que los indígenas misak que tumbaron la estatua de Belalcázar en Popayán en 2020 y la de Cali hace unos días, lo hicieron porque sí, para vandalizar el patrimonio e imitar un movimiento que hacía lo mismo con los monumentos de esclavistas en Estados Unidos. O más ridículo, piensan que a los indígenas los arrastra cualquier fantasma del comunismo y no piensan por ellos mismos.


Así también aplica cuando se vandaliza una oficina pública, el banco del empresario que financia las campañas presidenciales y así otros símbolos del poder, como son las estatuas y los monumentos que sirven para construir un relato único de memoria. Porque una representación justa de Belalcázar sería como la realizada por los estudiantes de la Universidad de San Buenaventura en 2010, que rodearon su imagen con 800 cráneos.


El caso es que nunca se reconocen las necesidades que empujan a la gente a la calle, a sentirse indignada, con rabia y odio, el odio que produce la extrema desigualdad y que empaña el aire cuando a los reyes se los quiere pasar por la guillotina. Más bien, los medios reaccionan replicando la historia de los poderosos, la que no se permite cuestionar en colegios y universidades, esa que dice que la manifestación es criminal y que, si no la apaga el hambre, la apagan los antimotines y los soldados que patrullan las calles de noche.


La que cuentan los novelistas

En cuanto al Pueblo Misak, sucede algo muy triste y es que se sabe más sobre su conquistador que sobre su cultura. De hecho, no hay un consenso respecto al origen o la vida que tenían antes del descubrimiento. Lo que existen son nociones occidentales que torpemente intentan explicar que para los indígenas su identidad no estaba tan enfocada en el territorio como en la gente. Hasta hay una teoría que dice que los misak vienen de indígenas esclavizados por Pizarro, que le fueron entregados a Belalcázar a la hora de negociar el oro del Potosí, y que, por eso, no son los habitantes originarios del municipio de Silvia.


Esta versión, por supuesto, es la que prefieren los que, desde la venenosa invención de la figura del resguardo, les han quitado títulos de propiedad a los indígenas. Pero tampoco esa historia cuenta cómo las ciudades que engrandecen el nombre de Belalcázar (o Pedro Moyano, como se llamaba antes de huir de España): Cali, Popayán y Quito, crecieron gracias a la explotación de un pueblo, de los negros y ―más recientemente― del pobre al que se le desconocen sus garantías laborales y vitales.


Afortunadamente los misak cuentan con una larga tradición oral, es decir, su historia no está alojada en monumentos, ni hay aparatos del poder que la filtran para escribirla con normas APA. Su historia está en sus bocas y les ha costado 500 años darle su lugar, así nos quedemos cortos con el debate de si lo que hacen es justo o no. Lo preocupante es que para el resto de los colombianos la historia no es así de pública, sino algo más parecido a un sueño incierto, en el que desconocemos cómo fue que llegamos aquí.


Creemos, eso sí, en que lo hicimos gracias a esos próceres que están inmortalizados en el bronce. Pero si de verdad queremos conocer la otra historia, la de los derrotados y sometidos, la historia que explica por qué tenemos tanta insatisfacción, nos figura remitirnos a la ficción: la historia que escriben los novelistas. ¿O acaso no serán ‘Cien años de soledad’, ‘Cóndores no entierran todos los días’, ‘La carroza de Bolívar’ y ‘La pájara pinta’, de Albalucía Ángel, reconstrucciones de memoria que de verdad reparan y hacen justicia?


La historia pública

Nada más plantear una historia libre y pública es algo que les revuelve las tripas a los investigadores/académicos, y también a los que consideran sagrada la teoría del Estado, que es Estado porque aglutina al pueblo bajo un territorio y unas leyes dictadas por ese mismo pueblo. El problema es que esa palabra ‘pueblo’ es demasiado grande, y no todos en un pueblo tienen la misma voluntad, así que las leyes, de entrada, ya son algo injusto. De hecho, esta podría ser una de las razones de la desigualdad estructural en Colombia: que no hay un gobierno del pueblo.


¿Entonces, quién gobierna? Gobiernan claramente quienes tienen los recursos y el poder para unificar la memoria en una sola narración. Gobiernan quienes ponen al margen toda historia que desafía sus decisiones o cuestiona lo que han hecho para ser más poderosos. Gobiernan los soberbios e incendiarios como Iván Duque, que como sus predecesores cree que la movilización ciudadana se resuelve como siempre, con gases lacrimógenos, disparos al aire o a través de sus maquinarias en el Congreso.


Pues ya es muy tarde para eso, y el hartazgo y la desesperación hoy impulsan a miles de colombianos a marchar y a rebelarse, exigiendo que se cuente la historia que no se ha contado. Exigiendo que se reconozca a las víctimas de años de guerra sin sentido, que se reconozca el dolor de las madres a quienes la policía y el ejército les matan a sus hijos que salen a protestar, que se reconozca la falta de un trabajo digno para los universitarios que acaban de obtener su título. Exigiendo que se reconozca a las culturas ancestrales y las minorías como fundamentales en lo poco que se ha desarrollado este país. Lo exigen porque para ninguno de los que se acaban de nombrar habrá estatuas. Pero sí memoria.


Texto elaborado a partir de la entrevista que el escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal concedió a VOZ. Para verla completa, visite nuestras redes sociales o www.semanariovoz.com




 

Urge apoyo internacional para asegurar garantías para la vida, la protesta social y los Derechos Humanos en Colombia


Willander Pushaina / ONIC


Desde la Organización Nacional Indígena de Colombia - Autoridad Nacional de Gobierno Indígena después de 8 días de iniciados el Paro Nacional, hacemos un llamado URGENTE a la comunidad internacional, a los hermanos y hermanas del Abya Yala y a los demócratas del mundo, para que continúen manifestando públicamente y a través de los canales diplomáticos respectivos su preocupación por los hechos que constatan los múltiples hechos de violencia e intercedan ante el gobierno colombiano, para que cese el tratamiento de guerra que se le está dando a la protesta social, al tiempo que solicitamos se refuercen las misiones de verificación que permitan levantar información veraz sobre la vulnerabilidad y las múltiples afectaciones a los Derechos Humanos a la vida y la integridad de todas y todos los colombianos y convocarlos a que apoyen los esfuerzos que nos permitan fortalecer y nutrir la articulación y coordinación entre diferentes procesos sociales, hoy, en resistencia.


Diferentes plataformas de Derechos Humanos y también el informe de la Defensoría del Pueblo dan cifras escalofriantes, en la mayoría de los casos producto del abuso de la fuerza contra los manifestantes: 19 personas fallecidas, 18 de ellas civiles por el accionar desproporcionado de la Policía Nacional y en particular por el ESMAD y más de 400 personas heridas, además se reporta un millar de personas detenidas que han denunciado agresiones, tortura, violencia sexual y de género entre otras vulneraciones a los derechos humanos, 8 allanamientos que fueron declarados ilegales, incluyendo las capturas asociadas. Hemos sufrido desde hace más de 60 años los rigores de la guerra, además de las afectaciones que, en todos los sentidos deja la pandemia, ahora vemos con dolor como todo el país se convierte en víctima, porque lo que está amenazada es la democracia.


Colombia es una sociedad que le ha apostado a la paz, los hechos de vandalismo que se han presentado durante la protesta no nos representan, pero tampoco podemos aceptar la falta de empatía de este gobierno y su incapacidad para entender que la desigualdad, el hambre y la pobreza conllevan también a la desesperación y a la desesperanza y mucho menos naturalizar que la respuesta a estos hechos sea la violencia estatal. Siendo los pueblos y naciones indígenas uno de los actores más decididos en la construcción inequívoca de una sociedad en paz, incluyente, democrática y con justicia social y así como uno de los sectores más violentados desde la firma de los acuerdos de paz a la fecha, tenemos la autoridad moral y la legitimidad social para:


EXIGIR la desmilitarización de las ciudades como requisito indeclinable para que se abra un verdadero diálogo social, que debe convocar a todas las organizaciones y sectores que han participado en este Paro y que conlleve a lograr que este gobierno escuche a quienes hoy levantamos reivindicaciones justas contra la reforma tributaria, la reforma a la salud, la implementación de los acuerdos de paz y el desmonte de los derechos fundamentales como la consulta previa, libre e informada y las consultas populares con las cuales muchos territorios están defendiendo el agua y la biodiversidad del país, entre otras.


DENUNCIAR la brutalidad policial y el conjunto de las violaciones de derechos humanos que se están presentado durante el Paro Nacional, exigiendo al Congreso de la República, a la Fiscalía y Procuraduría General de la Nación y a la Defensoría del Pueblo que actúen en el marco de sus deberes constitucionales y legales, e investiguen todos los hechos que enlutan la vida de los colombianos y colombianas y que corroboran la urgencia de una profunda reforma que desmonte la Doctrina de Seguridad Militar según la cual el pueblo es un enemigo interno.


RECHAZAR la anunciada declaratoria por decreto de un “Estado de Conmoción Interior” que sólo refleja la incapacidad del gobierno para construir un verdadero proceso de paz y favorecer la verdad, la justicia y las garantías de no repetición, es la guerra y la crisis social, ambiental, económica, humanitaria y política lo que está en la base del profundo descontento social que mantiene al pueblo movilizado a pesar de la incertidumbre que pesa sobre nuestros derechos democráticos y civiles



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