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Tal cómo la relación sexual tampoco existe lo democrático

Francisco Tomás González Cabañas. / vía correo electrónico



Foto: redes sociales


Una de las frases en la que quedó simbolizado el pensamiento de Lacan, es sin dudas el apotegma de “no existe relación sexual”. Devenido en un significante del pensamiento del “no todo”, tantas cosas se dicen y podrán decir del psicoanalista francés, pero claro que lo más sustancial, o sintomático, como transgresivo, tiene que ver precisamente, con lo que no ha sido pensado aún del legado mismo de sus consideraciones, estructuradas bajo la modalidad instaurada de seminarios.

Pensar en términos lacanianos, consiste para no pocos en una “forclusión” de lo real, es decir en un rechazo concluyente, del accionar y por ende del sentir desde lo simbólico y alucinar conceptos o concepciones que fuguen los nudos que sujetan al sujeto en las sujeciones, de las que estamos constituidos y somos constituyentes.


En síntesis, en nuestra condición de seres deseantes, al no haber concreción, siquiera del acto sexual, dado que lo sustituimos, bajo las máscaras, de lo femenino y masculino, obliteramos la posibilidad, cosificando el lazo, a través de los órganos, sobre todo los genitales, navegando en la vaguedad incierta de lo desconocido, como en la caprichosa fórmula insensata de continuar flotando, fluyendo, deviniendo en las borrascosas aguas que tensan la disputa eterna entre la libertad y el nudo.


Construimos el fantasma asentado en el guión de lo inconsciente, que nos permite ser al mismo tiempo y perforando el principio de no contradicción y por ende la lógica y su aspiración cientificista, autor, narrador y espectador, vivenciando el fenómeno de la vida, desde incluso lo no vivido, o bajo el imperio que nos impone el significante muerte y sus consecuencias.

Tal cómo ocurre en el plano existencial, desde el pliegue de lo individual, privado o privativo, escribimos los trazos de la trama, en la arena o en el campo de lo público, de lo privado, en el escenario en donde desandamos la tensión de la horda.

A diferencia de la tribu, y en una resignificación de pueblo, masas o ciudadanía, tal como lo definió Paco Vidarte, en su vida y obra, la horda, es sin duda el ámbito en donde los sujetos nos hemos privado de los alcances de ser algo que ansíe o pretenda, comprender la posibilidad de ir más allá de nuestras propias instintividades a los que en algún momento las herimos de muerte.


No podemos ni queremos, ni nos ha sido dado retornar a ellas, tal vez, nos quede el profundizar el fantasma que nos posibilite la relación sexual, sin que la misma devenga en la reproducción y nos quedemos con el certificado extendido de que la humanidad no tiene sentido, bajo tal sentido, de ser continuada.


La democracia no existe por esto mismo. No puede haber sujeto que desee algo más que el deseo mismo, muchas veces inconexo como inexpresado. Es imposible que alguno de los existentes podamos sostener en continúo una idea general a la que alguna vez no traicionemos o la que no perforemos mediante la naturaleza ambigua de nuestras dudas y contradicciones que nos impulsan al mar o la corriente, en donde quedamos a expensas de esas fuerzas que nos exceden. En este imposible, surge la prometedora insensatez de la representación. El fantasma constituido de la representatividad opera como expectativa y se imprime en el registro simbólico cómo la ley del padre en su función, como la ley a secas, deviniendo el poder en un registro de lo jurídico, normativo y normal.


El deseo suspendido, posibilita la sensación de la transgresión, dentro de las reglas de la horda, subvertida en tribu civilizada, bajo el significante amo de lo democrático.


Convivimos con la muerte a diario de cientos o millones de esos otros que no somos, llamados prójimos, próximos o hermanos, pero nos reflejamos en esa representatividad que precisamente no concreta, ni nunca se realiza, como el acto sexual, sino a través de estos mecanismos, formulaciones o teatralizaciones de lo simulado.


Nunca habrá una elección ni llamado a la misma, en donde la horda, travestida de pueblo, sea consultada sí desea continuar viviendo bajo los términos democráticos, o sí desea un despotismo ilustrado, o el sistema que fuese.


La democracia reina en la amplitud de su imposibilidad, en todo lo que no realiza y promete, en una política que deifica la muerte, cómo aquel ámbito que nos espera, inerte, para que librados a suerte, nos consustanciemos con el deseo que nos determina, ayer, ahora y siempre.

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