La democracia y su condición nugatoria.
Foto Lo que somos
“La ilustración, en el más amplio sentido de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores. Pero la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad.” (Horkheimer, M y Adorno, T. “Dialéctica de la ilustración. Fragmentos filosóficos. Madrid. Trotta. 1994. P. 59).
Así cómo cuando observamos las estrellas, vemos el pasado de las mismas, producto de la velocidad de la luz y la equidistancia entre objeto observable y sujeto observador (tal como lo puede suscribir, entre tantos el divulgador científico Álex Riveiro), podríamos conjeturar que algo semejante o análogo sucede entre pensamientos escritos y fundamentados y nuestra comprensión palmaria con lo que nos toca vivenciar en el desarrollo real del acontecimiento.
Lo pensado puesto en palabras, conlleva un diferencial de temporalidad, obligado y necesario que se ratifica con las apreciaciones vulgares, acerca de que el pensador no trabaja en la misma dimensión que lo puede hacer, quién siembra, quién cosecha o el que presta un servicio, específico y determinado que otorga un tiempo mensurable para traducir lo realizado en un resultante para ese otro que lo ha contratado. El médico que nos diagnóstica, para luego intentar curarnos, el chef que cocina para que comamos y el gobernante que se compromete a brindar respuestas concretas a su comunidad, son una serie de ejemplos azarosos de cómo, de un tiempo a esta parte, entendemos nuestro estar y ser en el mundo.
Hasta el siempre polémico psicoanálisis, por más que nunca establezca con claridad el “tiempo del alta terapeútica” debe conceder, resultados parciales, sea mediante la transferencia primigenia que debe existir entre analista y analizado o en la sensación por parte de este, que algo mejora en relación a su vida, antes del análisis.
Tal como nos propusieras Einstein, lo único absoluto es la velocidad de la luz, el resto es precisamente el campo infinito de lo relativo.
Ninguna conclusión a la que podamos arribar, y se comprueba más fehacientemente en humanidades, puede conllevar una característica, que no sea la de una ineluctable fragilidad de lo relativo.
Paradójicamente esto mismo nos resulta, humanamente intolerable. Bajo un supuesto ropaje de seres transgresores, mediante el que fabricamos una noción de naturaleza, pretendemos afanosamente asirnos de verdades inexpugnables para poder tolerar nuestra falta constitutiva y primigenia.
Dado que es desgarrador, lacerante y angustiante el reconocernos como carentes de sentido, nos resulta más cómodo, fácil y sencillo, el abrazarnos, en el creer por el absurdo, en el creer lo dado y establecido, por más que este no nos favorezca, ni nos subsane. Necesitamos creer. Si a esto le sumamos, la complejidad subsiguiente, de que en el extraño caso, de crearnos una credibilidad, vamos a necesitar, la confirmación del otro, hacia nuestra propuesta, tenemos la trama completa.
Los pocos que puedan ofrecer su propia perspectiva del fenómeno vida, si bien constituyen una subjetividad a la que podríamos llamar original o creativa, están supeditados, o sujetos, al reconocimiento y la aceptación del otro para ello.
Esta es la dimensión política del individuo, que en su condición gregaria, genera la entidad de lo colectivo.
El poder de uno se establece necesariamente, en un campo de disputa de los diversos poderes, que compulsan, y que se sintetizan en un poder preeminente, institucionalizado o estructurado, sea como dinámica proyectable o cómo dispositivo.
La democracia tal como la entendemos o mejor expresado, tal como la vivenciamos, no es más que un resultante, específico y determinado, de los que otros hace tiempo pensaron (en ese diferencial del tiempo up supra señalado) y que ahora la estamos desarrollando.
La condición nugatoria, de que se burla de la esperanza prometida, de que a sabiendas de que no cumplirá lo planteado, se entroniza como lo posible y lo deseable, es su razón constitutiva, en base a lo que sostiene su legalidad-legitimidad, incuestionable y aún inapelable.
Continuar bajo la égida de lo democrático, es un mandato que sólo podrá ser dislocado, primero, en el ámbito de lo teórico, de lo escrito, de lo narrado. Esta es la razón, mediante la cual, ninguna de las afrentas armadas o que conllevaron como principio rector, la violencia o lo violento, han logrado más que su efecto contrario, es decir amalgamar y fortalecer el sentido mismo de lo democrático.
Sí algo distinto y diverso, pretendemos los humanos, como para organizarnos políticamente, debemos concentrarnos precisamente, en lo que conceptualmente refiere esta noción, predeterminada y performativa, de que lo democrático, es la validación de una estafa, de una mentira, de un engaño.
Tal vez, aún así, la pretendamos. De lo contrario, pensaríamos, conjeturaríamos, reflexionaríamos, y trabajaríamos en lo, poco y escaso, que se viene desarrollando, en este tiempo de lo pensable, de lo redactable y que necesariamente, en el caso de que impacte, que disloque, que luxe, lo hará en una temporalidad ulterior a la actual.
Mientras tanto, sea por azar o por necesidad, nos vienen ocupando y preocupando, en que sobrevivamos. Otra muestra más y no por ser coyuntural, menos importante, de que el nugatorio democrático, no es más que un ardid, que un entramado, hace tiempo pensado y redactado para que en la actualidad lo creamos imposible de ser, desarmado y desarticulado.